Javier Montes: “La radio funciona como una especie de red social de baja intensidad”

Javier Montes

Esther Peñas escribe en ctxt.es que la radio como vaso comunicante entre lo íntimo y lo universal; la radio como compañía, como entretenimiento, como dispensador de nostalgias, sonrisas, confidencias, crónicas. Se pone la radio, como quien se enfunda un atavío de día de precepto, un ritual tan sencillo como necesario, y se escucha, a veces con atención de novicio, en ocasiones de manera distraída. El escritor Javier Montes (Madrid, 1976) acaba de publicar un ensayo sobre ella, La radio puesta (Anagrama), en el que ahonda en esa patria común imaginaria, hecha de multitud de voces y silencios, como la describiera Walter Benjamin.



“En contra de lo que cantaban los Buggles, el vídeo no mató a la estrella de la radio: solo la desplazó a otro lugar”. ¿A cuál?

Cada cambio en las tecnologías que usamos a diario conlleva un cambio en el papel que juegan las anteriores. La radio ha sobrevivido en excelente forma al cine, la televisión, las plataformas de contenidos digitales… haciendo virtud de la necesidad: su carácter puramente auditivo, la sensación de compañía y comunidad que proporciona, la posibilidad de abrirse al azar de un flujo que no hemos elegido y que por eso resulta, paradójicamente, liberador.

¿La radio, entretiene o acompaña?
Lo uno no quita lo otro, creo. Al margen de lo que emita, la radio proporciona un asidero al mundo al comunicar, de forma simbólica, lo doméstico y lo universal, lo íntimo y lo inmenso: si escucharla es un ejercicio fundamentalmente solitario, amplia esa soledad y le da un marco mental mayor, quizá imaginario, pero no por eso menos real.

¿Qué caracteriza esa compañía que nos procura la radio? ¿En qué espacio simbólico deambula su poder (esa “patria común imaginaria hecha de multitud de voces y silencios”, de la que hablaba Benjamin)?
En el de esa comunidad invisible de oyentes, en el de la sincronía con ella y con la radio misma. En tiempos de ansiedad por estar conectados permanentemente, la radio funciona como una especie de red social de baja intensidad, que no exige nuestra atención constante, pero sí ofrece la suya, siempre dispuesta cuando la ponemos.

“El gesto de poner la radio se parece al de encender velas”. Es, a la postre, un ritual. ¿Qué nos ofrecen los rituales?
Creo que vivimos en una época que se ha dejado llevar por valores como la eficiencia, la “optimización” o la “monetización” de nuestro tiempo (las palabras son tan feas como la obsesión que pueden acarrear). Los rituales, por pequeños y secretos y privados que sean (o justo por eso) son maneras de entender el tiempo y la vida de otra forma, de tomarse una pausa, de olvidarse de la obligación de rendimiento y de aprovechamiento perfecto, esa utopía capitalista del time is money que se ha vuelto distópica.

¿Qué diferencia la escucha de la radio de otros formatos sucedáneos como el podcast?
Básicamente, la radio tiene tres rasgos únicos frente a otros formatos sonoros: la sincronía (el famoso “tiempo real”), la continuidad (no se “acaba”) y la difusión simultánea a un número potencialmente inmenso de oyentes (la famosa “compañía” que la radio proporciona de un modo simbólico).

La voz de los locutores, ¿hasta qué punto nos fascinan?
En el libro cito a Finn Murphy, un camionero estadounidense que escribió unas memorias en las que admitía que estaba un poquito enamorado de la mítica locutora Terry Gross porque al fin y al cabo “he pasado más tiempo con ella que con casi ninguna otra persona”. La voz humana suscita imágenes, invita a imaginar a la persona que la emite, crea con el tiempo una relación de proximidad, de confianza, y de intimidad.

Háblame del transistor, ¿es un objeto de memoria, de resistencia a la digitalización del mundo?
Bueno, hoy por hoy la radio analógica o terrestre sigue siendo, por delante de cualquier otro, el medio de mayor difusión en el planeta. Si avanzamos en la digitalización, es posible que la humanidad acceda a la radio mediante dispositivos digitales, pero esos dispositivos (tableta, móvil, etc.) no eliminan su sincronía, su continuidad y su difusión potencialmente masiva y simultánea. De forma que el gesto de “poner” la radio, aunque no sea con el transistor, que por ahora sobrevive en casi todas las casas, seguirá reteniendo su poder transformador y simbólico.

De la radio, que podamos escucharla mientras hacemos otras cosas, que estimule nuestra imaginación, que sea universal y gratuita… ¿qué es lo que la convierte en un medio tan querido?
Creo que es una mezcla de todo eso unido a la sensación consoladora de que “siempre estará ahí”, de que seguirá fluyendo incluso cuando la apaguemos (o nos apaguemos nosotros). En una época de ansiedad por la conexión y por la necesidad de elección constante, la radio resulta liberadora y su independencia, casi su indiferencia, resulta paradójicamente consoladora.

¿Qué nos dice de un oyente lo que escucha en la radio?
Bueno, todo depende: los contenidos pueden variar mucho, por supuesto, las emisoras, los programas… pero la relación que establece cada uno con la radio misma, con el medio invisible y fluido, acaba siendo muy parecida: un simbólico gesto de enganche al mundo, un ritual más o menos impregnado de nuestras rutinas, esas que la humanidad ha buscado desde siempre para hacer más romo el filo de nuestra mortalidad.

¿Qué papel desempeña el silencio en la radio?
El mismo que en una conversación, que en una representación teatral, que en una composición musical… sabiamente administrado, puede ser muy poderoso. La regla de oro de la emisión radiofónica, por supuesto, es que se reduzca al mínimo, que se evite en la medida de lo posible: un minuto de silencio en la radio es devastador, como una bomba atómica radiofónica.

Compártame un par de programas radiofónicos que echa de menos…
Recuerdo muchos, claro, y más a medida que pasan los años: programas que oía mi padre, que sonaban a determinada hora en todas las casas, o muchos de Radio 3 y Radio Clásica (‘Jazz entre amigos’, ‘Clásicos populares’, ‘Siglo XXI’), con locutores excelentes y formados que amaban sus temas y transmitían esa pasión, porque las cadenas públicas, por desgracia, no gozan en España del prestigio y el mimo con que las veneran en Inglaterra, en Francia o Alemania.

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