Ignatius Farray (Cadena SER): “El confinamiento es mi estado natural. Soy un tipo que habla solo consigo mismo”

Ignatius Farray

El País le ha entrevistado y este es el resultado:
Ignatius Farry salió de su casa de Malasaña para hacer la compra una mañana de marzo. Iba vestido con sus míticas bermudas Adidas azules —“tengo tres iguales, si me gusta una prenda, me la compro tres veces”—, un anorak verde y unas deportivas. Al cruzar la esquina se topó con una pareja de policías nacionales. Un vecino que estaba asomado al balcón no daba crédito. Sacó el móvil e inmortalizó el momento. Ignatius y un agente de la ley en una calle vacía y en mitad de una pandemia mundial. El combo perfecto para la viralidad. La imagen se difundió rápidamente por las redes sociales.



Ahí se veía a Ignatius con el rostro serio y las manos abiertas, como tratando de disculparse. Sus seguidores, casi 500.000 en Twitter, empezaron a comentarle: “Ya la has liado otra vez”, “anda que este”. La realidad es que había visto a dos gatos recién nacidos abandonados en una esquina y se acercó a los agentes para que hicieran algo por ellos. “Era lo último que todo el mundo pensaría que haría Ignatius”, ríe. Los policías le agradecieron el gesto. Le prometieron que iban a hacer algo por los gatitos. La vida de Ignatius transcurre como un gato en una casa, de confinamiento en confinamiento. El último, asegura, lo cumplió a rajatabla.

“Cuando estaba encerrado me daba vergüenza pensar que yo realmente me sentía en mi estado natural. Yo soy un tipo que básicamente habla solo consigo mismo”. La barba de Ignatius es un elemento más de Malasaña. Aquí acumula cinco pisos de alquiler. Le conocen en casi todos los pequeños negocios. El anuncio del estado de alarma le pilló con un billete comprado para Berlín. Tenía previsto un viaje a Alemania con el programa de La Vida Moderna. David Broncano, Quequé y él cancelaron el show por voluntad propia. Aquel fin de semana se adentró de nuevo con la soledad. Regresó a su hábitat.

A este canario de 46 años separado y con un hijo le pegaron en el colegio de pequeño. Los niños se reunían después de clase para jugar en la puerta del centro. Un pequeño grupo de matones de 12 años se juntaba a diario alrededor de él. Le humillaban. Le acorralaban. Le tiraban piedras. Una mañana no pudo más y les hizo frente. El pequeño Ignatius estaba escondido, tratando de esquivar las rocas que le caían sobre su cabeza como pelotas de tenis. Aquel día, tal y como recordó en el programa Ilustres Ignorantes, se levantó y se dirigió hacia ellos a paso lento. Los chavales se quedaron atónitos. El bullying también puede ser un boomerang en el colegio. Por cada pisada que daba le caían menos piedras. Él gritaba: “Perdónales porque no saben lo que hacen”. Los niños frenaron. Se ganó su respeto. Ese día aprendió que lo mejor que se puede hacer en la vida es hacer las cosas al revés. 40 años después este niño acudió a Nueva York a la gala de los Premios Emmy internacional nominado por una serie sobre su vida: El fin de la comedia.

“Cuando veo actuaciones mías del pasado me digo: ‘Pero este puto loco, ¿dónde coño va”. Detrás de su humor transgresivo, existe un muchacho tímido. Durante las horas de actuación se transforma. No es un cómico al uso. De día es una persona introvertida. De noche se sube al escenario como si fuera el Mike Tyson del humor. “Cuando veo que se me ha ido la olla y veo que alguien se ha molestado lo paso supermal. Muchas veces voy a buscar a esa persona porque, si no la pido disculpas, no duermo tranquilo”. A fuerza de meter la pata ha aprendido a medir sus golpes. “Esa confianza me da la vida, pero aquella violencia genuina tenía su gracia”. Una vez le pusieron una hoja de reclamaciones. Dos chicas se acercaron al camarero del bar donde actuaba y les dijo que aquello que había visto no era comedia, que eso era publicidad engañosa. Él se parte de risa al recordarlo.

Desde que salió de Tenerife ha ido de confinamiento en confinamiento. Llegó a Madrid en septiembre de 1991 para estudiar Comunicación Audiovisual. Su ambición era poder ver a Faemino y Cansado. A las pocas semanas de aterrizar fue a verles la sala Galileo Galilei. “Ahí me dije: ¿y ahora, qué hago? Me quedaban cinco años de carrera. No salía ni disfrutaba de Madrid. Me encerraba en los pisos donde iba viviendo”. Había huido de Canarias para estar a su aire. “Me montaba mi película sentimental. Que tenía una novia, pero que en realidad no era novia ni nada, solo eran dos meses de relación”. Al tiempo, su cabeza volvió a dar vueltas. Se marchó a Londres. «Huía de otra chica que acababa de conocer”.

Una mañana se presentó en un hotel de lujo, muy cerca del Palacio de Buckingham, donde solía desayunar la madre de la reina Isabel. Echó el currículum sin más. Le ofrecieron el turno de noche y una habitación como alojamiento. No salió durante dos años. Vivía en un bucle. Su vida estaba llegando al límite.

Una noche, antes de ir a currar, se topó con un club de comedia en el Soho. “Ahí me vino la curiosidad por el mundo de la comedia. El ambiente me encantaba. Inconscientemente, llevé a mi vida a ser lo suficientemente de mierda a base de confinarme para ya no tener otra opción. Puse mi vida contra la espada y la pared. Precisamente por no tener otra opción vital intenté lo de las actuaciones. Mi vida no tenía ninguna vía desde el punto profesional, era una locura. Ahí empecé a vivir de nuevo”. Ahora es uno de los mejores cómicos de España. Le conocen hasta en el extranjero.

De vez en cuando se escapa a alguna ciudad europea para asistir a una actuación de Daniel Kitson, un cómico inglés que huye de lo mainstream. Kitson sabe que Farray es un colega español que asiste dos noches seguidas en primera fila a sus actuaciones, y que por suerte no se trata de un acosador. «Entiendo una de cada cinco palabras que dice». En agosto del año pasado, después de una de las funciones en Edimburgo, un tipo se acercó a Farray y le preguntó si era el mismísimo Daniel Kitson. Se dan un aire.

—No me aguanté la risa. Le dije: no, por favor.

El honor era demasiado grande. Farray habla con admiración de Kitson. Le brillan los ojos cuando explica el culto que se ha creado alrededor de su figura. Da la sensación de que Ignatius disfrutaría de ese tipo de fama subterránea.

En la prensa anglosajona las críticas de cómicos están repletas de referencias al jazz. “La música Bebop de los jazzistas de esa época influyó mucho en la comedia de los años setenta”, explica.

Farray visita habitualmente la tienda de discos Jazzymas, en la calle La Palma. Para él, la comedia y el jazz están hechos con el mismo genio, el de la improvisación.

—A Lenny Bruce lo comparaban mucho con Charlie Parker. Dave Chappelle es admirador de Thelonious Monk.

La dueña de la tienda, Montse Merino, hace una referencia con la que se gana a Ignatius enseguida:

—Kerouac escuchaba también a Parker.

Ella le enseña el libro de Anagrama de Jean-François Duval, Kerouac y la generación beat.

Ignatius señala que la generación beat triunfó una década después, cuando ya había pasado su momento. Merino ahonda en eso:

—Kerouac se sintió un impostor. Recitaba sus poemas en el Village Vanguard de Nueva York cuando ya lo que se llevaban eran los Beatles. No pegaba ya en ese contexto.

La pareja de Merino, el francés Alexis, añade:

—En los recitales no había ni su puta madre. Él subía pedo al escenario. Lo tenían que echar porque era un desastre.

Ignatius conoce estas historias, pero disfruta escuchándolas una vez más. Siente atracción por los personajes genialoides decadentes. Por fin, se dispone a comprar.

—¿Tienes algo de Thelonious Monk?

—Creo que sí. Te miro la M de Monk… aquí encontré algo.

—Ah, sí, pero este lo tengo. Sí. Es brutal.

—Hay una caja de Monk con los conciertos…

—De Columbia. Los tengo también. Tuve una época en la que me flipé muchísimo.

—Quizá te falte uno de John Coltrane…

—También lo tengo.

Solo se lleva el libro de Duval. Paga con tarjeta.

En la puerta de la tienda, un señor un tanto extravagante aborda a Ignatius. «Don José, por favor, permítame una foto». El hombre le deja su móvil a un indigente que pide en la esquina para que inmortalice el momento. El espontáneo le da las gracias y se despide.

-¿De qué conoce usted a este señor?

-Del programa Tú sí que vales. Le tengo mucho respeto a don José Corbacho.

A tres metros, Ignatius suspira: «Ay, señor». «Me suelen confundir con el Mocito Feliz, pero no con Corbacho».

Farray tiene algo de Mortadelo. De tan reconocible resulta que le confunden. En una ocasión, durante una actuación en un bar de Malasaña, Ignatius notó vibraciones extrañas que le llegaban desde el público. Era la noche de Halloween y, entre el público habitual del garito, se había colado un grupo de skinheads. Desde el principio trataron de boicotear el show. El colmo fue que uno de ellos subió al escenario y le arrebató el micrófono. El cómico y el cabeza rapada acabaron a golpes. El dueño del bar llamó a la policía. Mientras llegaba, uno de los skinheads dijo que había que apalear a este señor irritante con gafas de culo de vaso que encima copiaba a El loco de las coles, un personaje de televisión que aparecía en Muchachada nui, un programa de humor de culto que emitía la 2. A Ignatius y al dueño de bar les dio la risa: el propio Ignatius era el Loco de las coles.

Volviendo a la escena de Kerouac ante un público en shock por su performance, Ignatius recuerda que a él, durante una época, sus actuaciones se le fueron de las manos. “Se convirtió en un hábito que las actuaciones fueran muy radicales. Fue precisamente en la época donde más estabilidad personal tenía. Vivía con mi pareja en Móstoles, teníamos un niño. Quizá por la ley del péndulo mis actuaciones derivaron en un extremismo radical. Actuaba en calzoncillos y con un bastón en la mano. Las actuaciones se alargaban hasta tres horas. Era un secuestro más que una actuación. Fue la época en la que comencé a chupar pezones”.

En ese momento se cruza con el camarero de un bar que frecuentaba.

-¿Qué tal la cosa?

-Aguantando…

-Ánimo.

El señor regenta un bar sin terraza. Todavía no ha abierto. En cambio, la cuarentena sí ha sido productiva para él. “Hacía tiempo que no tenía tantas horas libres para escribir. He tardado tres años en escribir un monólogo nuevo”.

A Quequé, el humorista con el que hace el programa de radio, lo conocía del mundillo. Hace unos años, Quequé lo llevó en coche a actuar en La Española, un bar de Salamanca. El local se vació en el descanso. Recuerda ver de lejos a Quequé justificando la actuación de Farray ante el dueño del sitio. “El hombre hacía aspavientos. Supongo que diría: ¡cómo me traes a este personaje!”.

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