Iñaki Gabilondo (Cadena SER), nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Sevilla

Iñaki Gabilondo

El Laudatio, previo al discurso de Iñaki Gabilondo, lo ha ofrecido el profesor Antonio López Hidalgo, Catedrático de Periodismo de la Universidad de Sevilla, y en la ceremonia, Padrino del nuevo Doctor Honoris Causa. López Hidalgo se ha mostrado agradecido de poder narrar los méritos de Iñaki Gabilondo “uno de los profesionales más reconocidos en el ámbito de la comunicación de nuestro país, quien ha observado desde atalayas informativas privilegiadas, los momentos más cruciales de nuestra historia más reciente”.
Posteriormente, Gabilondo ha subido a la cátedra para ofrecer su discurso.



El discurso de investidura de Iñaki Gabilondo comenzó resaltando el honor que le produce este acto “por su importancia objetiva, por proceder de una Universidad cuya historia abruma, y porque es Sevilla, la ciudad que me enseñó a entender la vida de una forma integral y en la que me descubrí a mí mismo. La ciudad que me presentó a Andalucía, una tierra a la que una parte de mí ya pertenece para siempre».
Un discurso que tuvo por línea argumental el periodismo imbricado en un mundo que “cada vez va más deprisa” porque estamos “en una edad crítica en la que existen muchas cosas incompatibles”. Cree Gabilondo que “la globalización y las nuevas tecnologías desafían nuestra capacidad de gestión:pueden iluminar nuestro horizonte o atropellarnos”.
Iñaki Gabilondo terminó su intervención con una apelación de esperanza a los jóvenes porque cree que “hay mucho más movimiento del que parece y porque hay señales que pueden anunciar nuevos paradigmas”.
Entre los invitados en el Paraninfo de la Universidad de Sevilla, atentos a su discurso se encontraba su mujer Lola Carretero y su hermano, Angel Gabilondo así como María Esperanza Sánchez y Paco Lobatón, compañeros de profesión, el presidente de la Asociación de la Prensa, Rafael Rodríguez, el alcalde de Sevilla Juan Espadas y Daniel Gavela, director general de Prisa Radio así como Augusto Delkader, presidente editorial del Grupo Prisa.

El discurso completo de Iñaki Gabilondo
El honor que se me hace me produce una emoción enorme. Por su importancia objetiva, por proceder de una Universidad cuya historia abruma, y porque es Sevilla, la ciudad que me enseñó a entender la vida de una forma integral y en la que me descubrí a mí mismo. La ciudad que me presentó a Andalucía, una tierra a la que una parte de mí ya pertenece para siempre.
«Andalucía es una tierra grande, hermosa, vieja y sabia. Siéntase orgulloso de ser andaluz.» La frase, que alumbramos en Radio Sevilla en años de ilusión y esperanza, me es devuelta esta mañana como un regalo porque, humildemente y con su permiso, me enorgullezco con ese orgullo como el último miembro de la familia.
Al agradecer el honor necesito hacer una precisión.
Recibo este Doctorado Honoris Causa en nombre de la Radio, en nombre de los empresarios, directivos, compañeras y compañeros que a partir de la llegada de la Democracia, han transformado un medio que era absolutamente popular, cálido y familiar, pero a la que se le había amputado la información, en una referencia política de primer orden, sin perder ni popularidad ni calidez. Un viaje de gran importancia, que me parece digno de reconocimiento. Sí formo parte de esa generación y me precio de haber contribuido a su ascenso a la primera división informativa. Pero fuimos muchos. Y es un honor representarlos en este acto. Incluyendo a los pioneros que fueron agitando las aguas antes de que llegara la información. Todos aceptarán como abanderado al programa Hora 25, de la Cadena SER. Pero hubo otros, con mayor o menor modestia, que rompieron moldes en todos los registros de la comunicación radiofónica, en toda España y en emisoras de todas las cadenas. En esta ciudad, en Sevilla, lo hizo de forma muy destacada un equipo de jóvenes talentos en Radio Vida, de Radio Popular.
Vivimos tiempos de estupor. Si es que existió alguno que no lo fuera. Vivir es caminar en la niebla, sin los datos que pudieran dar perspectiva a cualquier presente.
Ningún joven centroeuropeo del siglo XVII se despidió de su familia diciendo «me voy a la guerra de los 30 años».
Fabrizio del Dongo, el protagonista de «La cartuja de Parma», de Stendhal, luchaba en Waterloo sin saber qué significaba eso. Sin saber siquiera, si iba a ganar o perder esa batalla.

«El mundo no olvidará nunca estos idus de marzo, gritaban estremecidos los romanos el día en el que Julio César fue asesinado. Y así fue. Pero ignoraban que quedaría datado en el año 44 antes de Cristo.
Escuchen esto.
«Estamos viviendo una época es muy interesante.
Una época interesante es siempre enigmática, que no da reposo, seguridad ni continuidad.
Estamos en una edad crítica, es decir, en una edad en la que existen muchas cosas incompatibles, de las cuales ni una ni otra pueden desaparecer ni triunfar del todo. Es tanta la complejidad que nadie puede jactarse de comprender cuanto ocurre, lo que no quiere decir que nadie se jacte de ello. Cuanto dábamos por sólido, lo que mantenía la estabilidad de las relaciones internacionales y la regularidad del régimen económico; en una palabra, lo que limitaba la incertidumbre del mañana, es hoy puesto en duda.
La vida moderna tiende a ahorrarnos el esfuerzo intelectual. Reemplaza la imaginación por las imágenes, el razonamiento por símbolos o por mecanismos. Y a menudo, por nada.
Nos ofrece los atajos más cortos para llegar a la meta sin haber andado el camino».
Son palabras de Paul Valéry en su discurso de la Historia, pronunciado en el Liceo Janson de Sailly, en Paris, en 1932.
Vivir en el estupor.
Ayer como hoy.
Siempre.

No nos ocurre nada que no haya ocurrido antes. La Historia ha asistido a grandes sacudidas y cambios muy profundos. Lo nuevo es la velocidad de los cambios, su propagación universal y los crecimientos exponenciales.
Va todo tan aprisa que casi me parece imaginable que estamos viajando por el espacio a cien mil kilómetros por hora y girando sobre nuestro propio eje a cuatrocientos metros por segundo. No son datos más difíciles de creer que el crecimiento exponencial de la población mundial. Hoy van a nacer 219.000 niños; mañana, otros 219.000; y el otro, otros tantos; y el otro… Y hierve la olla investigadora en tecnología, informática, biología, genética, astrofísica, nanotecnología, etc., derribando verdades que considerábamos inmutables y entreabriendo universos que superan nuestra capacidad de imaginar. En un planeta que ya no tiene puertas ni ventanas y que permite la circulación de todos los vientos en todas las direcciones. En nuestras manos, a la velocidad de la luz, cuanto el ser humano hizo y hace, dijo y dice, en cualquier lugar de la Tierra. Bueno o malo, útil o peligroso, desde el pensamiento de los sabios hasta instrucciones para construir una ametralladora. Remolinos que nos aturden, que han desestabilizado nuestras estructuras y lo que quedaba de nuestras certezas.
Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, habla por eso de «un haz de crisis», política, económica, cultural, educativa, moral, que se enredan unas con otras en nuestro corazón y nuestra mente.
Hace un par de años, el semanario Le Nouvel Observateur, interesado en averiguar cómo se estaban percibiendo tantos y tan vertiginosos cambios, realizó una amplia encuesta entre hombres y mujeres de unos cincuenta años, de formación media-alta y con puestos profesionales de responsabilidad. Publicaron el resumen de una de las respuestas. Venía a decir lo siguiente: «me prepararon para un mundo que ya no existe. Adquirí conocimientos que ya no valen y he tenido que adiestrarme en el manejo de herramientas complejísimas. Hago lo que puedo, pero creo que voy rezagado respecto a mis colegas. Finjo que domino más de lo que domino y temo ser descubierto en flagrante impostura».

La apostilla del semanario era ésta: «Tranquilícese; todos nos dijeron lo mismo».
Sin duda es un tiempo nuevo. Se mire desde donde se mire. Desde la geopolítica, con el eje hegemónico desplazado del atlántico al pacífico, hasta el agrietamiento de los proyectos que nacieron para sumar, como la Unión Europea, y la proliferación de recetas populistas y dudosamente democráticas para afrontar fenómenos de creciente complejidad, como el fenómeno migratorio, y desequilibrios altamente peligrosos, como los derivados de la injusticia y la desigualdad.
Y entre nosotros, por si no hubiera suficiente carbón en la caldera, todos los elementos que construyeron estas cuatro décadas de democracia, de la que debemos sentirnos orgullosos, acusan fatiga de materiales y muestran, en un grado u otro, signos de debilidad, La Corona, la Constitución, el Parlamento, los partidos, los sindicatos, los medios de comunicación…
Lo que añade desconcierto al desconcierto.
Todo agigantado y acelerado por las dos principales corrientes de fondo, la globalización y las nuevas tecnologías. Ambas abren un mundo abarrotado de posibilidades, que desafían nuestra capacidad de gestión y que pueden iluminar nuestro horizonte o atropellarnos.
En una primera instancia, ya vemos que la globalización globaliza más rápido los intereses financieros -para los que no hay fronteras- que los intereses humanos -que las encuentran sin cesar-.
Al mismo tiempo, la biotecnología y la infotecnología nos plantean preguntas inéditas que van a necesitar nuevas respuestas políticas, jurídicas y éticas.
En este escenario, fascinante e inquietante a la vez, el periodismo ha sufrido el impacto del terremoto, con efectos directos muy serios. Crisis agudas en las empresas y, como consecuencia, rebotes sociales dolorosísimos, paro, contratos basura, salarios miseria…
Junto a otros efectos de gran calado. El periodismo ha llegado a dudar de sí mismo, de su sentido y de su vigencia, y se ha ido moviendo de forma errática hasta llegar en muchos casos a perder la conciencia de su papel.
Dudó de sí mismo, sí. No durante mucho tiempo, es cierto, pero llegó a plantearse y se difundió a gran velocidad un interrogante funeral: ¿qué falta hace el periodismo cuando las nuevas redes sociales permiten informar a cualquiera, desde cualquier lugar?
Era la época en la que esta pregunta venía acompañada de una ingenua e insensata glorificación del anonimato, asociado temerariamente al sueño de libertad total que muchos esperaron de Internet.

Hoy ya hemos aprendido muchas cosas. Hemos aprendido que es grotesco y contradictorio aceptar como válida la información sin preocuparnos de su origen en el momento en que se exige que se afine más y más el control y trazabilidad de cuanto comemos. Por otra parte, las redes sociales -que han ensanchado hasta límites máximos el espectro de posibilidades de la comunicación humana, para bien- nos demuestran cada día que el anonimato es un arma de destrucción masiva.
Asimismo, hemos aprendido que junto a sus inmensas aportaciones, Internet es también el escenario de una gigantesca guerra por el poder de los Big Data, que nos cercan como hasta ahora nunca nada nos cercó.
Entre unas cosas y otras, hemos olvidado las ensoñaciones y reconocido que ante la tromba de impactos que recibimos, nos hacen falta balizas de orientación.
Una frase hizo fortuna: en las inundaciones, lo primero que escasea es el agua potable. Los ciudadanos, necesitados de referencias para distinguir lo cierto de lo falso, lo comprobado de lo rumoreado, lo importante de lo anecdótico, buscarán en defensa propia las ofertas periodísticas que le ayuden a jerarquizar, contextualizar y entender lo que ocurre.
La solvencia será la palabra. Y la ética, que hemos pregonado más que practicado, se convertirá en asunto de vida o muerte para el periodismo.
También se desmontaron algunos pronósticos sobre la vigencia del periodismo que habían aventurado intelectuales de gran prestigio.
Y ya sabemos que se equivocaba el gran pensador surcoreano Yung Chul Han, tan de moda, cuando aseguraba que, puesto que todos los datos pueden estar a nuestro alcance, bastaría la transparencia y sobraría la confianza. No será así. Necesitaremos confiar en quien nos aporte los datos y garantice la fiabilidad de las fuentes.
Asimismo, se fue matizando la afirmación de que este nuevo tiempo certificaba la agonía de las intermediaciones, como tan brillantemente explicó, entre otros, mi admirado Daniel Inerarity, el gran filósofo y ensayista vasco, porque esa gran verdad a escala estructural, deja de serlo en el ejercicio profesional. Se hace más imprescindible cada día el papel mediador de periodistas que conozcan confirmen, comprendan y sepan contar lo que ocurre.
Quedó en evidencia con el caso WikiLeaks. La montaña de información no era digerible ni de la menor utilidad sin un trabajo periodístico que la ordenara, valorara y contextualizara.

El canal de televisión CNN, en el que tuve el honor de trabajar, participaba de los equívocos mencionados en su lema de campaña, con el que nuca estuve de acuerdo. «Lo estás viendo, está pasando», se decía, mientras se mostraba la desnuda imagen de una realidad, sin una palabra, ni nada que la enmarcara. Estábamos viendo lo que estaba pasando, sí, pero podíamos no estar entendiendo nada. La fuerte lluvia que veíamos caer podía ser una bendición después de una larga sequía, o el décimo quinto día de una devastadora gota fría.
Internet no acabará con el periodismo, aunque, eso sí, le forzará a reinventarse. O más bien a reencontrarse, a reconciliarse consigo mismo.
Para lo cual sería bueno que se sacudiera el complejo de viejo y olvidara las recetas de rejuvenecimiento rápido.
El pánico a quedar relegado ha conducido al periodismo tradicional a notables extravíos, idolatrías de cuanto sonara a vanguardia o último grito, sin mayores reflexiones, en la pueril esperanza de ser homologado o salvarse económicamente a través de la simplificación y la banalización.
Sólo resistirá y crecerá absorbiendo la sustancia de sus propias raíces.
Periodismo es un término polisémico. Llamamos periodismo a muchos oficios que no son lo mismo, en absoluto.
Pero no hemos sabido marcar las líneas divisorias imprescindibles. La industria farmacéutica, por ejemplo, se abrió a la cosmética, la higiene y a otras líneas de producto semimedicinales, como una vía legítima de rentabilidad complementaria, pero la llamó Parafarmacia para diferenciarla de su actividad fundamental.
El Periodismo tendría que hacer lo propio y definir con otro nombre ese universo de bastardías que ha inundado los medios, sin excluir ni a los más prestigiosos, y que han proliferado por la desesperación financiera y el clamoroso olvido de las exigencias que esa profesión tiene con la sociedad. Deberíamos llamar Paraperiodismo a las acciones de comunicación seleccionadas como puros artículos de consumo para acumular likes. Muy respetables subproductos de la industria de la comunicación con la condición de que se identifiquen como tales. Y altamente peligrosos cuando se les saluda como modelo de adaptación del periodismo a las exigencias del presente. Y no digamos, si se le considera el único modelo.
Quiero llamar la atención sobre el hecho de que nuestra profesión no tiene identificado este problema como muy principal ni le ha prestado la atención debida porque la profundidad de los cambios y la acuciante necesidad de encarar dureza de la crisis han consumido todas las energías.
Los años de la crisis han roto algunos equilibrios fundamentales. Nuestro oficio consiste en contar, pero hemos dedicado mucho más tiempo a contar oyentes, lectores, espectadores y anunciantes que a reflexionar sobre qué hemos de contar y cómo para recuperar la confianza perdida y ser vistos por la ciudadanía como implicados y comprometidos en su aventura vital.

Esta tarea ha quedado postergada. Nos hemos afanado hasta la extenuación en otras.
Ante el desafío de las nuevas tecnologías hay un verdadero despliegue de iniciativas. Se están estudiando con la mayor precisión los nuevos comportamientos de los públicos, los formatos y lenguajes que podrían ser adecuados al idioma tecnológico, el aprendizaje de las nuevas herramientas, etc.
En el terreno empresarial, ante la dificultad de sobrevivir económicamente con las viejas reglas, se exploran vías de suscripción y membresía que, por ejemplo, ya están logrando despejar algunos horizontes, como están demostrando los recientes éxitos de THE GUARDIAN, NEW YORK TIMES y FINANTIAL TIMES, entre otros.
Ante la plaga de las fake news, el periodismo participa en la alerta mundial que ha puesto en guardia a autoridades políticas, policías, Justicia y grandes plataformas. El desarrollo de algoritmos de detección y borrado por parte de Instagram o Facebook, los filtros burbuja implementados por Youtube, los sistemas de comprobación establecidos por Google, junto a la proliferación de organizaciones de periodistas independientes especializadas en verificación de datos, algunas de ellas en España, demuestran que se está tratando de poner barreras, hasta donde sea posible, a esta infección. Pero no es nada fácil.
Las fake news no son sólo la versión actual del más viejo pecado informativo, la mentira, con todas sus variantes (el bulo, el globo sonda, la verdad a medias), expandidas por todo el mundo y a la velocidad de la luz como un efecto indeseado de la globalización y de Internet. Hemos descubierto con horror que hay para quienes es una industria, que se mueve en los mundos subterráneos de ciertos poderes, y que ya ha mostrado en algunos casos escandalosos, como el de Cambridge Analítica, que juega en las ligas mayores de la política y la economía.
Está fuera del alcance del periodismo neutralizar un fenómeno de esta amplitud y profundidad, pero sí le es exigible no añadir más basura al basurero con ofertas informativas de baja estofa. No sólo por sentido de la responsabilidad. Incluso como única garantía de supervivencia.
El periodismo sólo tiene futuro a partir de la relectura de su razón de ser, la que justifica su existencia como actividad comprometida con la sociedad.
Desde luego partir de una relectura no complaciente del llamado periodismo de calidad, que algunos medios tradicionales se auto atribuyen sin más reflexión, como si le correspondiera automáticamente por antigüedad, como si «periodismo de calidad» quisiera decir «el que se hacía antes de este lio de los digitales y las redes sociales».

Porque ese periodismo clásico -el nuestro, el de mi generación- cometió y comete muchos errores, y no pocos pecados, que tendría que reconocer y rectificar para merecer el calificativo que se adjudica a sí mismo con demasiada ligereza. Por citar uno, muy principal, el de imbricarse con los poderes políticos y económicos o con los partidos ideológicamente afines hasta parecer uno con ellos. Un acercamiento temerario que ha producido un gran destrozo en la credibilidad de los medios, a los que la sociedad acusa del mismo pecado del que se culpa a la política: haberse alejado de la gente y de sus problemas para instalarse en un limbo de intereses propios.
No es así, o no lo es del todo, ni en el periodismo ni en la política. Pero el reproche tiene mucho de verdad y, en cualquier caso, es una percepción altamente extendida, que pesa como el plomo.
Hay atenuantes históricas, es cierto. La excepcionalidad de la Transición provocó una complicidad, una especie de responsabilidad compartida entre la política y el periodismo, instancias ambas debutantes en quehaceres democráticos, de la que se derivó un modelo de relación pegajosa, de la que no ha acertado todavía a despegarse adecuadamente. Es más. Que no sé si sabe, quiere o puede despegarse.
Es vital que lo haga, y a no mucho tardar.
El profesor de la Universidad de Málaga Bernardo Diaz Nosty vaticina que esta profesión morirá si no acierta a distanciarse del poder. Algo muy parecido me dijo una tarde Martin Barron, actual director del Washington Post, y que era director de Boston Globe cuando ese periódico desenmascaró el caso de pederastia que vimos en la película Spotlight. «Nuestro futuro depende de que nos sepamos adaptar a las nuevas tecnologías, claro está. Pero mucho más a que seamos reconocidos por nuestra independencia, nuestro rigor y nuestra decencia».

Tenemos que repasar nuestro manual de instrucciones.
Este oficio, padre e hijo de la democracia, se legitima cuando no olvida que es un gestor público -aún desde la empresa privada- del derecho ciudadano a la información. Desde un punto de vista determinado, legítimamente determinado, los medios de comunicación aportan a los ciudadanos la información que les permite disponer del bagaje necesario para participar en la acción colectiva. El periodismo merece su nombre cuando no ofrece solamente lo que la ciudadanía quiere saber sino lo que tiene derecho a saber, por serios que sean los riesgos que se corran al contarlo.
El compromiso con la sociedad está en la esencia del periodismo, es su substantivo. La rentabilidad está en la sustancia de la empresa periodística. La historia ha demostrado que pueden ser compatibles. Pero no si es a costa de que el periodismo traicione su razón de ser y sus códigos deontológicos. La guerra de la independencia que todo periodista ha de librar cada día alcanza sus victorias más gloriosas cuando la libra en complicidad con su empresa. El caso Watergate no hubiera salido adelante si al talento profesional de Woodward y Bernstein no se le hubiera sumado la decisión de la editora del Washington Post, Katharine Graham.
Y aquí reside uno de los puntos vulnerables de una actividad tan fundamental para las democracias. Las sociedades confían en que las Universidades formen a periodistas de acuerdo a las exigencias técnicas y éticas adecuadas, Pero ¿dónde buscamos a los editores? Llegan desde muy dispares procedencias y con criterios y objetivos inhomologables. Pocas veces un derecho fundamental ha quedado tan en manos de la buena suerte. Máxime desde que saltaron a la palestra los grandes gigantes de las telecomunicaciones, el entretenimiento, los fondos de inversión o el comercio electrónico, que pelean directa o indirectamente en todo el globo y para quienes la información es un producto más de su extenso portfolio.

Así y todo, o precisamente por ello, el periodismo ha de hacerse fuerte afirmándose en lo que le define y lo justifica. En lugar de flaquear, de disfrazarse de lo que no es, tiene que recordar qué es y qué no es, para qué se supone que sirve.
El llamado periodismo de calidad es, sencillamente, el periodismo. Y los que afirman practicarlo deben, sencillamente, hacer eso, practicarlo.
Y profundizar en él, apuntalando su independencia y sus exigencias de rigor en la observancia de sus métodos de confirmación de lo que revele, encontrando donde sea los recursos para cualificar al máximo sus plantillas, impulsar la investigación, el reporterismo, la tarea de los testigos profesionales directos en corresponsalías o enviados especiales, los equipos de analistas cualificados, etc.
Nada es muy caro cuando la alternativa es morir.
O desvanecerse deglutidos por el Paraperiodismo, al que le estamos entregando la brújula y el timón, y hacia el que se va deslizando a través de todo tipo de sucedáneos, con el espejismo -como decía- de que nos otorga patente de modernidad y con el señuelo del abaratamiento de costos, que es un mantra bulímico, insaciable, siempre insatisfecho.

Los pesimistas dicen que por ahí vamos sin remedio.
No es eso lo que pienso. Por dos razones. La primera, porque los ciudadanos, en mayor o menor número, y por unas vías u otras, reclamarán siempre el derecho a la información que les asiste y terminarán encontrando a quienes lo gestionen.
Y la segunda, porque la movilización en favor de un periodismo independiente, libre y de calidad es ya un hecho, visible en algunas grandes cabeceras e invisible pero real en miles y miles de iniciativas periodísticas, medianas, pequeñas y pequeñísimas, muchas de ellas con gran éxito, que están desplegando, en todos los rincones del mundo, sus banderas de solvencia y servicio a la sociedad.
Hace más ruido el árbol que cae que el bosque que crece. Pero crece, en este mundo atomizado, que nos resistimos a ver como es y que aún analizamos como era. Cometiendo el error de los viejos Estados Mayores de los Ejércitos, que preparaban a sus tropas para la guerra pasada, no para la futura. Con muy mal oído para percibir las señales de cambio y sin valentía ni imaginación para afrontarlo. «Si hubiera preguntado a mis clientes qué necesitaban me hubieran dicho que un caballo más rápido», solía decir Henry Ford, patriarca de la industria automovilística.
El periodismo, y no sólo el periodismo, está teniendo problemas para comprender la fisonomía del mundo que se está construyendo. Sigue preocupado por lo que está pasando y hace cábalas sobre el porvenir como si se tratara de un suceso que tendrá lugar un día del año 2050.
Le está costando entender que ya está aquí, y mira al horizonte haciendo la pregunta equivocada.
Porque la pregunta no es qué va a pasar, lo que nos condena un pesimismo atemorizado y defensivo, esperando el advenimiento de vientos favorables.
La pregunta correcta es «qué vamos a hacer». Porque, como decía Séneca, «no hay vientos favorables para el que no sabe a dónde quiere ir».
Aunque el escepticismo es el sentimiento dominante, pues vemos muy claro el mundo que se va y muy oscuro el que viene, y nos cercan demasiados incendios, creo que infravaloramos la capacidad de respuesta de las generaciones jóvenes, a las que estamos dando por entregada demasiado deprisa. Hay mucho más movimiento del que parece y, si prestamos atención observaremos señales que podrían anuncian nuevos paradigmas.
Lo que está pasando está pasando.
Y lo que viene detrás no está escrito.
El futuro lo escribirán los hombres y las mujeres con lo que hagan, lo que no hagan y lo que permitan que se haga.

Termino como comencé, refiriéndome a la Radio.
La Radio, hermana segunda, cuyo hermano mayor, el periodismo impreso, culto y urbano, trató en un primer momento como cenicienta pueblerina.
La Radio, cuya hermana menor, la televisión, tan luninosa y espectacular, la creyó condenada a desvanecerse entre las brumas como una lengua muerta….
La Radio sigue vigorosa y rozagante, sostenida en lo que siempre le garantizará un papel de importancia, pase lo que pase y cambie lo que cambie: su condición de medio compatible con cualquier actividad; compañía en horas, minutos y segundos, como el tic tac de un reloj, como un segundo corazón; tan a ras de vida como la misma realidad…
Y nacida para la amistad, pues sabe estar en primer plano -cuando se le escucha- y plegarse si molesta -cuando sólo se le oye.
La Radio, la apuesta segura de los medios de comunicación, pues su futuro -con las transformaciones que se precisen- lo estabiliza una necesidad humana primaria, la intercomunicación oral.

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