El Museo de la Radio del Rastro madrileño se despidió con una gran fiesta

Museo de la Radio

Y así es como lo ha contado Jairo Vargas desde Público:
La conocida taberna del Rastro madrileño echó el cierre este domingo. Petra y su hija, que regentaban el local, tienen unos días para recoger 60 años de historia que ahora pasan a manos del fondo de inversión Muflina, que también ha comprado las 24 viviendas del edificio y no quiere mantener los contratos de los inquilinos. «Ya no hay barrio, se lo han quedado todo», lamenta Petra.



El domingo era el último día y, según cuentan los vecinos, se alargó hasta bien entrada la noche. «Menos mal que solo cierra una vez, vaya fiesta», bromea Javi Prieto, vecino de la corrala y parroquiano habitual de la taberna Museo de la Radio, en la calle Santa Ana, 8, entre el barrio de Lavapiés y La Latina de Madrid.

Este lunes, las cañas ha tenido que tomarlas otro bar. Después de seis décadas de historia, el conocido local echó el cierre el domingo definitivamente. «No ha habido otra manera, hijo», resume desde el otro lado del teléfono Petra Estevas —Doña Petri para los conocidos—, que ha regentado este emblemático local desde que sus padres lo pusieron a funcionar en 1955 con ayuda de un premio de la lotería. Cuando fallecieron, heredó ella el alquiler del negocio y, junto a su marido, lo convirtió en lo que ha sido hasta hoy, un mesón obligatorio para muchos tras una mañana en el Rastro y punto de encuentro de los vecinos para echar el vermú del fin de semana. También era un relicario de radios antiguas. Hasta 200 transistores colgaban de sus gastadas paredes anaranjadas. «Las he vendido casi todas y muy rápido», apunta.

Era un final anunciado desde que, en mayo del pasado año, Estevas recibiera el burofax del nuevo propietario de su taberna. La empresa Muflina Investments S.L. —pantalla del fondo de inversión estadounidense Ares Magement— compró el bar, las 24 viviendas de la corrala en la que se ubica y varios locales más. Todos los vecinos recibieron la misma carta. Cambia el casero y, por tanto, cambia todo. No hubo negociación posible, explica Estevas. «No tienen forma ni ganas de contacto. Sólo hablan y escuchan con abogados», apunta la mujer que, a sus casi 80 años, no ha tenido ganas de batallar contra la gentrificación y especulación inmobiliaria que asola la zona desde hace varios años.

La calle Santa Ana es el nuevo paradigma de ese Madrid en venta al por mayor, un rentable nido de fondos buitre extranjeros y grandes propietarios de vivienda que ahora prefieren alquilar por días a turistas, montar un hostel y reformar las casas para triplicar los precios, echando a los inquilinos de siempre. Las pancartas en los balcones de los vecinos son un grito silencioso contra la deriva que afecta a al menos siete bloques en pocos metros a la redonda. Algunos resisten el embate, otros huyen hacia la periferia y otros son derrotados por el capital extranjero.

La misma empresa compró el famoso bar Bodegas Lo Máximo y las viviendas del mismo bloque en la Plaza de Lavapiés. Otra empresa hizo lo propio con el restaurante senegalés Baobab y la pensión contigua, en la plaza de Cabestreros. Años atrás ocurrió lo mismo con el emblemático bar FM y el no menos conocido Paco, también en Lavapiés. La lista es larga y, de momento, no parece verse el final.

«Se lo están comprando todo. Aquí ya no queda barrio. No hay tiendas pequeñas, no queda gente que conozcas por la calle. Solo son maletas para arriba y para abajo. Hoy viene un grupo y mañana se va y se abren cafeterías nuevas muy pitiminí. Los inversionistas ven un dinero fácil de ganar y la pobre gente, el pueblo, se va a la mierda, sin un Gobierno ni un ayuntamiento que le respalde. El que tiene dinero es el que vale». Sólo hay resignación para Petra.

Al menos consiguió alargar la vida del mesón durante nueve meses en los que el nuevo dueño ni siquiera ha insistido en cobrarle el alquiler. «Sólo quieren que quede vacío cuanto antes», sentencia Petri. «Esta semana terminaremos de recoger, les daré las llaves y que se vayan a la mierda», dice sin tapujos, con rabia, porque ha mantenido lo quedaba de barrio hasta el final. «Ha sido una fiesta muy emotiva. Han venido 200 personas, no me esperaba tanta gente. Son 65 años, ¡casi nada! Nos emborrachamos, nos bebimos todo y despedimos a nuestros amigos. Es una pena pero se acabó», dice, con algo de alivio, porque también pone fin a la angustia. «He pasado unos meses de ansiolíticos, de no poder dormir, de ataques de ansiedad. Me están quitando media vida, toda una historia», sentencia.

Sobre todo lo siente, afirma, «por la gente joven que tiene su casa aquí y ahora tendrá que irse a las afueras. O a Guadalajara o a Toledo, porque los precios del alquiler están imposibles», dice. Entre esa gente está su hija, vecina del bloque y regente de una tienda de textiles y ropa en un local que también es ya de Muflina. «Se tendrá que ir, como todos. No sabemos a dónde», apunta la mujer.

Un bloque en lucha
«No era sólo el Museo de la Radio, aquí todavía vivimos unos cuantos, algunas familias», comenta Javi Prieto en la tasca cercana a la de Petri. También es inquilino del bloque, como Daniel Martín, de 39 años, que apura un refresco y una aceitunas junto a él. Los dos encontraron este alquiler preguntando en el bar de Petri. A los dos les vence el contrato el próximo mes. Ninguno sabe aún qué va a hacer después de seis años en estas casas, sólo tienen claro que no pueden renovar los contratos.
«Pago 350 euros. El piso es pequeño, de unos 40 metros y está muy viejo. Pero bueno, te apañas, lo vas arreglando tú», añade Prieto, entre el temor y el hartazgo por los desmedidos precios del alquiler en la zona. «No sabemos qué harán, pero todo apunta a pisos o alojamiento para turistas. Están por todas partes en este barrio. Al principio, cuando empezaron a venir turistas, nos alegramos. Ahora mira, nos echa», apunta.

Algunos de los vecinos afectados se organizaron y acudieron a colectivos como el Sindicato de Inquilinos e Inquilinas de Madrid o Lavapiés ¿dónde vas? Se han declarado Bloques en Lucha y han decidido permanecer para exigir a Muflina que se siente a negociar. «Nos quedamos», dice una pancarta colgada de la fachada. «Muflina echa a tus vecinas», dice otra. «Por el momento no pensamos irnos. Ya hay vecinos a los que ha vencido el contrato y se han quedado. Al menos hay que hacer algo», apunta Prieto, que en sus seis años ha visto irse ya a «demasiados» vecinos. «Ya no queda barrio», sentencia también él.

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