El ‘Elogio de la Primavera’ de Mercedes de Pablos, en el acto de entrega de la Rosa de Pasión de Radio Sevilla

Mercedes De Pablos

«Amigos, amigas, no se dejen engañar ni la primavera es solo una estación ni ser es solamente un verbo. Ser primavera, seamos honestos, es una declaración de principios que no queremos que acabe nunca.
Ya sé que me hablaran de las alergias, de las ausencias, de la masificación, de lo que aprietan los zapatos después de dos años de pantuflas y chanclas, ya sé que me hablarán de lo altos que son estos niñatos que nos han crecido en los dos mil, la generación XXL, que a la media sevillana- 1, 57 aproximadamente- le impiden ver no ya un paso sino a la mismísima Torre Pelli, que mira que es difícil de evitar. Ya sé que me dirán que la buena primavera, de pasión y de feria, siempre fue no la que vivimos sino la que soñamos. Como Lole y Manuel cantaban en el Callejón de agua, las caricias soñadas son las mejores… Ya sé que me dirán que la felicidad está sobrevalorada o que es un anuncio y que somos muchos y que sobran los otros- claro está- nunca nosotros mismos, que nos merecemos conquistar la primavera. Que nos mereceríamos ser hijos únicos de Sevilla. Somos una multitud de amantes excluyentes. Y en esa fidelidad casi rancia, nos encontramos, nos abrimos. Todos tenemos una Sevilla y todos somos Sevilla. Esa excesiva Sevilla en primavera. Si es que la belleza resulta alguna vez un exceso.



¿Quién olvido incluir a la belleza entre los derechos humanos? ¿Quién olvidó que el derecho a la vida, la salud, la educación, la igualdad, la independencia, la libertad de credo y de ideas no son posibles en plenitud sin el derecho esencial a la belleza? Tal vez Carlos Marx nunca olió el azahar. Tal vez Engels, Gramsci, Bertrand Russel, Isaias Berlin nunca sintieron ese escalofrío inexplicable de los pies pegados al suelo por la cera. Ese milagro de que la metáfora se haga real. Los pies en la tierra, cosidos a la tierra por esa cera derramada que no has de llorar sino, al contrario, celebrar. Qué locura, me dirán. Qué locuras, me dirán. Pero no. Qué enorme elogio de la cordura Sevilla en primavera. Pobre Erasmo de Róterdam, encerrado en la casa de su amigo Tomás Moro, en ese Londres aún más gris del siglo XVI, haciendo un elogio de la locura, su obra magna que no magnánima, con la idea de que los hombres de bien adjuraran de los sueños, la imaginación, los inocentes divertimentos que no buscan más que una felicidad engañosa, tramposa, lujuriosa incluso. Le salió la cordura por la culata, porque el opúsculo airado a favor de la razón pura, sin afeites, se convirtió en un best seller que se leía solamente por el placer de pasar un buen rato. Que le gustó incluso a su fiel adversario, digamos que enemigo, el papa León XIII. Elogio de la locura, a quién se le ocurre creer que la razón exista sin los sueños. Que no hay mejor ni más profunda razón que una vida buena.

Vida Buena , a la manera de la bondad de ese poeta que recordaba esos días azules y ese sol de la infancia, Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,/casi de primavera/tarde sin flores, cuando me traías/el buen perfume de la hierbabuena,/y de la buena albahaca,/que tenía mi madre en sus macetas./Que tú me viste hundir mis manos puras/en el agua serena,/para alcanzar los frutos encantados/que hoy en el fondo de la fuente sueñan…/ Sí, te conozco tarde alegre y clara,/casi de primavera. Machado con un papel arrugado en su bolsillo de maestro, poeta y exiliado. Antonio Machado que en boca de Juan De Mairena hablaba de la bondad como la más alta de las inteligencias.

Y qué es la inteligencia si no buscar la felicidad en esa ventana abierta porque la que se cuela el olor, no del limonero de Machado, sino del naranjo de Iñaki Gabilondo, ese naranjo, como la rosa a los pies del Cristo de la caridad de Santa Marta, que nuestro sevillano nacido en el cantábrico nunca olvida. Porque no es posible olvidar la belleza, porque es una locura renunciar a enloquecer, a enloquecernos de belleza.

La belleza de la primera madrugada. Esa primera vez que te hiciste hombre, te hiciste mujer, te hiciste mayor, y Sevilla se convirtió en el universo y no había mejores ni más bellas princesas Laia ni más apuestos y valientes Han Solo que los que te encontrabas de pronto en una esquina. Esas miradas que tal vez no se repitan pero que quedan cosidas a tu piel como si te hubiera tatuado la pluma de Rafael de León. Como si Juana Reina te la hubiera cantado en la calle Parra. A veces las miradas se cantan. Como si Martirio se quitara las gafas y fijara sus ojos en los tuyos. Memoria de un instante. Memoria del fuego porque esas primeras madrugadas son llamas. Llamas del olimpo, aunque no tengan pebetero. Amores olímpicos, recuerdos mundiales. ¿Quién dijo que ese amor que dura un segundo no es en realidad el amor eterno?

Yo a Sevilla la quiero como ella quiera, como ella me lo imponga y a su manera. Sevillanas becquerianas de Benito Moreno, el poeta del romanticismo mágico o realismo apasionado, el pintor que nos cantaba y nos contaba y que volvió a Sevilla cuando las golondrinas de la democracia nos trajeron la primavera.

Esa primavera que lloraba Cernuda, Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí en aquel jardín sentado al borde de la fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. Más tarde habrías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían tus sueños al borde de la fuente.

Melancolía de Cernuda, del tiempo arrebatado, del país arrebatado, de la infancia y la Sevilla arrebatadas, pero belleza en la melancolía. ¿Y no es acaso esa belleza la que siempre nos salva? ¿No es esta ciudad con su borrachera de invitaciones díscolas y lucidas, con su frenesí de olores, sabores, tactos, disparos de imágenes, no es Sevilla la que nos mata y nos resucita? ¿No es la belleza en realidad el misterio de la pasión? ¿No es el círculo preciso de la vida esa rueda que nos lleva del silencio al bullicio, del dolor visto y sentido a la feria y la alegría? ¿No es la alegría la razón más inteligente de la vida?

Otra vez La vida buena.

Sevilla es primavera porque tiene el olor nuevo de lo que estrenamos cada año. La solidez de lo efímero. La garra del instante. Aquello que vale tanto que no podemos atraparlo con las manos.

¿Qué podríamos regalar al ser más amado, que podríamos dejar en herencia a la hija querida, al hijo deseado? El tiempo, el tiempo como esa luz o ese olor que, ustedes lo saben bien, también se filtra en las palabras, también se acomoda en el regazo caliente de la radio. Porque amamos el tiempo no queremos atraparlo con una red, ni domesticarlo, no queremos siquiera tocarle las alas, aún menos cortarlas, qué disparate. Queremos el tiempo volando libre, caminando descalzo por las calles de nuestra memoria. La memoria, el sentido más Lázaro de hombres y mujeres, la memoria que nos hace volver adonde fuimos felices, pasear de la mano de tu padre o de tu abuela, con los zapatos nuevos de un domingo de Ramos. ¿Falta mucho para Sevilla? le decía Doña Ana a su hijo, Antonio Machado, a pocos kilómetros de Colliure, cruzando el abismo letal de Por Bou. Falta mucho para la felicidad madre, padre, hermana. ¿Falta mucho para la semana de gloria y de pasión, de pasión gloriosa, de gloria apasionada, falta mucho para que las flores se disfracen de farolillos, falta mucho para que unos brazos se alcen por primera vez y una piel se calce unos volantes, una boca se pinte unos lunares, una flor se nos crezca en el pelo? ¿Falta mucho para otra vez el instante, otra vez la cordura más enloquecida, para que otra vez Sevilla, haga de la calle su casa y de su casa la calle? ¿Falta mucho para volver a vivir aquello que será inmortal porque será imposible de darle mortaja?

La pasión, la emoción, la alegría, la belleza. Cuánta belleza.

En este olor de soledad concreta/que llena los jardines por la tarde,/y en esta luz de la glorieta antigua/cubicada en perfumes y arrayanes:/cuando las aguas del estanque copian/del cielo, apenas, rumbos y celajes,/y una quietud de flores y de pájaros hace surgir la noche por los aires;/una tristeza pura, más que humana,/va serenando el ritmo de la sangre./Y nos avisa un eco de la muerte./Y se oyen las palabras de los ángeles. El poeta se llama Joaquín Romero Murube y escribe mientras pasea, a veces se sienta. Hay un jardín, un jardinero y dos poetas.

El jardinero, presunto jardinero, ya no tiene el color dorado ni la mejilla fresca que enamoro a Maruja Mallo, tal vez a Lorca. Se llama Miguel y quiere ser jardinero para ser ignorado, disimulado, trasparente. El otro ha de guardar los versos en el bolsillo más estrecho y liberar la mano para estrechar la del vencedor de una guerra. Al general que viene de visita. Un poeta esconde a otro poeta en el Alcázar de Sevilla. Lo salva. Y los poemas de ambos, como el tiempo, vuelan libres para habitar para siempre en el cielo- parnaso de los versos. Miguel Hernández vive allí desde hace ahora ochenta años, porque podrán arrancar todas las flores pero no podrán quitarnos nunca la primavera.

Poemas como rosas de pasión, rosas de pasión como poemas.

En el puente de Triana un hombre desgarbado, muerde un cigarro imaginario. Se llama Javier Salvago y no sabe cómo se ha emocionado viendo pasar Las Tres caídas. En realidad, la cita era con una mujer. Se llama Esperanza de Triana y se está retrasando. Que lleva toda la noche en la calle sin parar ni un segundo siquiera, que viene luminosa y hasta un poco ojerosa de tanto beso volado, tanto silencio y tanta bulla. Qué ciudad donde las mujeres tienen una luz que parece prestada del paraíso y las vírgenes enseñan su rostro de mujer. Murillo les quitó la peana a las inmaculadas y le regaló los rostros de aquellas que son diosas de puro humanas, de tanto ser de carne y hueso. Oxímoron de primavera de Sevilla, cara y cruz de una fiesta que es duelo y es vida. El poeta tutea a otra mujer imaginaria (o tal vez no): Conoces ya una parte de mis debilidades/ te he mostrado secretos que no muestro/ si no es bajo tortura, a casi nadie./ Has visto que no soy tan bestia ni tan ángel/: que tengo un corazón, como cualquiera/ aunque a menudo lleve impermeable.

No hay impermeable ni puerta ni llave ni cajón donde esconderse en Sevilla porque para no sentir su primavera hay que estar lejos o muerto. Y ni así, que ya hemos hablado de esa memoria Lázaro que nos los devuelve. Esta primavera volverán a estar a nuestro lado, a algunos se los ha llevado la pandemia guadaña, razón de más para volverlos a llevar en nuestros corazones y ser sus ojos, sus oídos su piel.

Sevilla cada año, barroca y sabia, levanta un monumento efímero de armonías musicales y estéticas, luces en la sombra, sombras en la luz. Premio Pritzker de castillos en el aire. Martínez Montañés, Juan de Mesa, Castrillo Lastrucci, deambulando por la calle a cara descubierta, Font de Anta, López Farfán, Manuel Marvizón, la banda sonora de la calle , interrumpida solo por los pasos, el peso, los suspiros, el silencio atronador. Puro oxímoron, ya se ha dicho. Ciudad calle. Calle ciudad. Una calle que está viva porque la habitamos, una primavera que es porque todos y cada uno somos.

Primavera, devociones y aficiones, contriciones y expansiones, silencios y cantos, bailes y esperas, huesos cansados, hombros amoratados de dolor que es placer de llevar en andas la belleza y manos que se abren para: mírala cara cara que es la primera.

Defender la alegría como una trinchera/defenderla del escándalo y la rutina/de la miseria y los miserables /defender la alegría como un principio/Defender la alegría como un derecho/Defender la alegría acallando los demonios del frio y del hambre y de la guerra, todos los fríos, todas las hambres, todas las guerras.

Cuando la aurora, la virgen de la Aurora, vuelve a Santa Marina, poco más de la cinco de la tarde, el domingo que llamamos de resurrección, el sol sabe que no es el fin sino el principio, el ocaso de una luz para que otra luz amanezca. Dicen los puristas que antes y con mayor veteranía lo ha hecho la Soledad de San Lorenzo, el sábado, la Señora más antigua de este procesionar de credos y emociones. Pero es domingo y Sevilla despide con Aurora lo que habrá de ser una nueva aurora. Los capirotes y las túnicas se limpian y se guardan. Algunas se heredarán, que han quedado pequeñas a quien las ha vestido. Y se descuelgan mantoncillos, alpargatas, volantes y flores, trajes ligeros y telas de algodón y piqué o percal.

Las flamencas envainan sus espadas. Espadas como labios. Labios como espadas. El sol joven y fuerte ha vencido a la luna que se aleja impotente del campo de batalla, el pueblo se despereza, ha llegado la mañana. Al amanecer, feriante Sevilla que amanece, al amanecer con un beso blanco yo te desperté.

Y empieza el baile. La rusa Emma Goldman vestida de rojo y con un clavel en su moño de libertaria, nos dice desde la historia: Si no puedo bailar tu revolución no me interesa. Sevilla lo ha sabido siempre. Sevilla lo sabe. Sevilla toma el palacio de invierno cada año para reabrir el mundo, para inventar la vida. A bailar, a bailar, a bailar alegres sevillanas/Todo el mundo a bailar, a bailar, a bailar, y a bailar/Ven conmigo a bailar Que bailar es soñar con los pies.

Gracias Sevilla por sernos, por ser».

Sevilla, 6 de abril de 2022

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