Anticipo de “Héctor Larrea, una vida en la radio”, biografía de una de las grandes voces argentinas

Héctor Larrea

Infobae.com publica que Larrea conocía de memoria las direcciones de las radios porteñas gracias a las revistas especializadas que resumían y clasificaban los contenidos de las programaciones. Esas páginas de Radio Revista, Micrófono, Radiolandia (ex La Canción Moderna), Sintonía y Antena fueron lecturas obligadas en la casa de Bragado. La preferida era Radiolandia, que leía con su mamá.



Como lo fue para el tango, los cuarenta también fueron una época de oro para la radiofonía. No eran fenómenos independientes; al contrario: se retroalimentaban. El radioteatro se imponía como género dramático popular, con obras de Abel Santa Cruz, Nené Cascallar y María del Carmen Martínez Paiva. Algunos de los actores destacados eran Oscar Casco, Hilda Bernard, Susy Kent, Rosa Rosen, Jorge Salcedo, Julia Sandoval, Eduardo Rudy. Eva Duarte, quien estaba a punto de cambiar la historia argentina, también se había hecho ampliamente conocida por sus presentaciones en la popular Belgrano.

Si bien los programas de humor comenzaron a fines de 1929, cobraron masividad en 1940 con el acceso de más aparatos de radio en los hogares argentinos. Debutó Niní Marshall con sus primeros personajes, Cándida y Catita. En 1943 fueron prohibidos por la Dirección Nacional de Radiodifusión, porque consideraban que bastardeaban el idioma, de acuerdo con el Reglamento de Radiocomunicaciones de 1935. Esta norma, que proscribía el lenguaje popular, subsistió en los primeros años de gobierno peronista y fue derogada en 1949. Un nuevo mundo para un nuevo medio se estaba abriendo paso.

En 1944 Luis Sandrini representó por primera vez a su personaje Felipe, que se volvió famoso y perduró por años. Otros actores cómicos del momento fueron Tincho Zabala, Pepe Arias, el dúo Rafael Buono – Salvador Striano, Juan Carlos “Pinocho” Mareco y Pepe Iglesias, “El Zorro”. Mordisquito, personaje creado por Enrique Santos Discépolo, afín al peronismo, dialogaba imaginariamente sobre la realidad del país e inmortalizaba la frase “yo no lo inventé a Perón”. Entre los programas musicales estaba El fogón de los arrieros, con Antonio Tormo y su grupo, la Tropilla de Huachi Pampa, dedicado al folklore.

Tormo fue un emblema de los años peronistas, sobre todo de los provincianos que se afincaban en la gran ciudad. Lo llamaban “El cantor de las cosas nuestras” y durante décadas su gran éxito, El rancho e’ la Cambicha, fue uno de los simples más vendidos de la historia de la discografía argentina. Tanto es así que el mote despectivo “cabecita negra” tuvo una variación que marca la popularidad del cantante. A esas personas humildes y trabajadoras se les llegó a decir “20 y 20”: veinte centavos para una porción de pizza y veinte para poner una canción del ídolo en la vitrola de los bares. Tormo se enorgullecía de su público y uno de sus últimos discos lo tituló, justamente, 20 y 20.

A fines de los cuarenta, el Estado nacional recuperó las licencias que estaban en manos privadas. Extendió la creación de nuevas estaciones de radio en todas las provincias del país, que tenían programación propia pero que, en gran medida, retransmitían a las tres grandes radios de Buenos Aires: LR 3 Belgrano, la primera Cadena Argentina de Broadcastings; LR1 El Mundo con su Cadena Azul y Blanca, y LR4 Splendid, la Red Argentina de Emisoras.

Ese mapa cultural resultaba irresistible para Larrea. En su adolescencia aprovechaba cada oportunidad para ir a Buenos Aires. Los camioneros vecinos, que sabían de su fanatismo, le avisaban qué día y a qué hora salían rumbo a la Capital para llevarlo. “Me subía al camión a las 4 de la mañana para visitar las radios. Cuando podía ahorrar algunos pesos venía en el tren Sarmiento que me dejaba en Plaza Miserere. O tomaba ‘La Floridita’, un micro de larga distancia. Ya en la gran ciudad me movía en tranvía o caminando”. Esa era la rutina porteña que realizaba, una vez por mes, a los 15 años. Las tres grandes emisoras para visitar eran El Mundo (Maipú 555); Belgrano (Ayacucho y Posadas), y Splendid (Uruguay 1237). Todas tenían orquestas estables que tocaban en vivo a la tarde, previo a sus presentaciones en distintos clubes nocturnos de tango.

“No tenía plata para dormir ni para comer pero eso no me importaba. Llegaba temprano y me iba a la noche. Lo que realmente me importaba era pisar una radio. En El Mundo vi a Carlos Di Sarli, en Belgrano a Héctor Mauré, y como también me gustaba el jazz vi a los Swing Timers, la prehistoria del jazz argentino”.

El jazz estadounidense también tenía presencia en las radios locales. En 1956, Dizzy Gillespie ensayó y se presentó con su orquesta en El Mundo. En ese estudio el trompetista conoció a Astor Piazzolla. “Cuando Dizzy escuchó la música de Astor no lo podía creer”, contó Oscar López Ruiz, guitarrista de Piazzolla. En 1957 la misma radio transmitió en directo desde el Teatro Ópera el concierto de Louis Armstrong. Dos años más tarde Nat “King” Cole también se presentó en El Mundo.

En 1971, Paloma Efron, “Blackie”, entrevistó en los estudios de Continental a Duke Ellington. Todo este recorrido radiofónico de figuras emblemáticas está muy bien contado por Claudio Parisi en su libro Grandes del jazz internacional en la Argentina (1956-1979).

Antonio Carrizo explicó que “las radios representaban, en muchos sentidos, a las clases sociales. Los de Splendid eran elitistas de Barrio Norte, los de Belgrano estaban resignados a ser lo que eran, para todo público. Y los de El Mundo estaban agrandados porque ejercían una comprensión de lo que era la sociedad en su conjunto”.

Los oyentes hacían fila para ingresar a los estudios a ver y escuchar las orquestas de Francisco Canaro, Juan D’Arienzo, Miguel Caló, José Basso, Osvaldo Pugliese, Ricardo Tanturi, Alfredo Gobbi, Rodolfo Biagi, Enrique Mario Francini, Miguel Caló, Juan Sánchez Gorio, Donato Racciatti, Jorge Arduh, entre otras. Uno de los que se mandaba era Héctor Larrea.

En Splendid, a Osvaldo Pugliese lo presentaban de la siguiente manera: “Tango, rumor esquinero que se bebe hasta las eses, sonido de un nombre entero: ¡Se llama Osvaldo Pugliese!”. La radio se multiplicaba en tango y albergaba a lo ancho de su dial los diferentes estilos. Algunas emisoras no tenían orquestas estables pero sí programas dedicados al género. El Mundo transmitía Ronda de ases. Alternaban orquestas y en el intermedio actuaba Alberto Soifer con su conjunto y la voz de Roberto Quiroga. Al final se hacía una votación con los oyentes y la orquesta que ganaba se llevaba un premio en efectivo. El entusiasmo era tal que llegaban los hinchas en camiones y colectivos y alentaban a cada agrupación como si se tratase de un partido de fútbol. Era adrenalina pura.

Una nota publicada por el periodista y escritor Mariano del Mazo en el diario Clarín el 3 de diciembre de 2000 refiere a las reyertas que solían ocurrir entre las hinchadas. Eran una forma desaforada de la pasión:

En los años cuarenta, la calidad y cantidad de orquestas de la década de oro del tango diseñaron un peculiar mapa social. Del aristocrático estilo de Osvaldo Fresedo al corte paradójicamente familiar y cabaretero de Aníbal Troilo, el tejido se fue nutriendo de una inquina solapada que generalmente no superaba el comentario corrosivo de café. Hay leyendas, sin embargo, que dan cuenta de acciones organizadas. Por ejemplo, la que narra que en un salón donde tocaba Troilo, un grupo de hinchas de Juan D’Arienzo se puso a golpear los tacos de los zapatos contra el suelo, a toda velocidad y sincronizadamente. Le estaban marcando a Troilo el ritmo, una manera sutil de acusarlo de lento y aburrido, como contrapartida del estilo rápido y cuadrado del Rey del Compás.

En el mismo artículo, Jorge Palacios (a) Faruk, humorista que trabajó en Rapidísimo y en su tiempo miembro de la Academia Nacional del Tango, contó:

Cada orquesta tenía su hinchada. Como ahora pasa con los grupos de rock. La de D’Arienzo y la de Pugliese eran las más bravas; la de Fresedo era cajetilla. A Troilo lo seguía un público más tranquilo. Había mucha rivalidad. Eso se notaba en el programa Ronda de ases que emitía Radio El Mundo. Tocaban orquestas en vivo y casi siempre terminaban a las piñas. Después pusieron vigilancia, pero igual se agarraban y rompían vidrios.

En las radios de menos alcance y presupuesto, como Argentina, Porteña, Libertad, Del Pueblo, Mitre, Rivadavia, Antártida, tenían programas de tango con grabaciones y comentaristas. La llama estaba viva. En todas sonaba la música ciudadana.

En este vínculo fue importantísimo el Glostora Tango Club, que iba por El Mundo de lunes a viernes de 20 a 20.15. Salió entre 1946 y 1968. “Glostora” era un nuevo producto para el cabello de los hombres que se peinaban con la ayuda del fijador “gomina” de la empresa creada por José Brancato en 1914. “Los muchachos de antes…”, como decía la película y el tango Tiempos viejos. En el histórico auditorio de El Mundo se interpretaban tres tangos, que inicialmente estuvieron a cargo de Alfredo De Angelis. Tenía mucha audiencia. Los cantores de la orquesta, Julio Martel y Carlos Dante, se transformaron rápidamente en ídolos. El eslogan del programa era “La cita obligada de la juventud triunfadora”. Las voces que identificaban al Glostora Tango Club eran las de Rafael Díaz Gallardo, Lucía Marcó y Valentín Viloria.

Fue tan importante el ciclo, que convocaba a tangueros de pura de cepa y también a adolescentes curiosos. “Veníamos con el Flaco a presenciar las orquestas en vivo de El Mundo”, recuerda Rodolfo García, baterista de bandas como Almendra y Aquelarre. “El Flaco”, por supuesto, era Luis Alberto Spinetta. El tango fue la banda de sonido de las casas familiares de muchos grandes del rock nacional.

Esa misma amplitud estética es la que mostró, con obstinación, Héctor Larrea en sus programas.

Como dice el saber popular: la fortuna se hereda, el azar sucede pero la suerte se inventa. “Tuve mucha suerte en mi carrera”, repite Larrea. Tuvo y la buscó. Como le aconsejó Carrizo, cursó la carrera de Locutor Nacional en el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica (ISER): matrícula 1502, camada 1961. Fue compañero de curso de alguien que iba a ser otra figura de los medios: Juan Carlos Calabró. El actor había intentado ingresar dos veces y la tercera fue la vencida.

El ISER es una institución pública creada en 1950 en donde se forman locutores, guionistas, operadores y técnicos de estudio y planta transmisora. Por esos años tenía un plan de estudios que, para la carrera de locutor, exigía dos años de cursada. Actualmente es una carrera terciaria. Larrea se encontró con un problema para arrancar a estudiar en una institución que dependía del Estado: la situación política y económica argentina era bien grave. Como en buena parte del siglo XX, las democracias eran interrumpidas por dictaduras. Gobernaba Arturo Frondizi y planteaba, entre otras cosas, que la Argentina no debía ser solamente el país de los granos y las vacas sino que tenía que desarrollar industrias como el petróleo y la siderurgia.

Esa realidad afectó a los presupuestos educativos. El Instituto Superior de Enseñanzas Radiofónicas cerró por un año. “Cuando me fui a anotar a comienzos de 1959 me pararon en la puerta: ‘Está cerrado por falta de presupuesto y no sabemos por cuánto tiempo’, me aclararon. Al año siguiente volví. Por suerte, lo reabrieron”, cuenta Larrea.

“Domingo, 15 de abril de 1962”. La fecha la anotó Felisa, su madre, en un papelito. Fue el día en que su hijo se inició como conductor. “Fue algo raro arrancar como conductor porque los locutores empezábamos haciendo frases aisladas. Veía filas de locutores de muy buen nivel esperando para leer los avisos pero yo ya presentaba discos”.

El primer programa como “locutor con carnet habilitante” lo tuvo en LR9 Radio Antártida, en Arenales 1925. La radio quedaba en un petit hotel de Barrio Norte. En la parte de atrás estaba Antártida y al frente Mitre. El programa duró un año, iba dos veces por semana a las 9.30. “Título más berreta imposible: Musicosas. Pero me sirvió para hacerme conocer y me contrataron para otros espacios. Me ofrecía para trabajar en cualquier lado. Inventaba programas. Me contrató una agencia llamada Cepeda y hacía un microprograma que consistía en presentar un tema auspiciado por jabones Fulton”, un anunciante que consiguió el propio Larrea.

“No sé cómo me animaba pero era mi propio vendedor. Entraba a un comercio y trataba de convencer a los dueños para que me apoyaran en mi locura”, cuenta entre risas Larrea, que no tenía conocimientos de marketing. “La agencia conseguía espacios en distintas emisoras. Estuvimos en Mitre, Rivadavia y El Mundo, que para mí fue la gloria. Si bien era un espacio en donde no tenía libertad artística, caminar esos pasillos fue muy conmovedor”.

Para ganar algunos pesos extra, también presentaba artistas en distintos bailes y confiterías:

Conocía a Norman Steiman, director de orquesta de Bragado. Él me llevó a la confitería Richmond y me presentó a Jorge Dragone, que dirigía la orquesta en donde cantaba Argentino Ledesma. Me hicieron una prueba como presentador y quedé. Me empezaron a conocer en el ambiente y empecé a animar en otras confiterías como Cabildo, que quedaba en la esquina de Corrientes y Esmeralda.

Al mismo tiempo recorría de punta a punta el Conurbano bonaerense con su fiel auto, un Fiat 600 blanco usado, para llegar a los diferentes bailes en los que oficiaba de animador. Larrea se movía, buscaba oportunidades de trabajo. También en el 62 lo contrataron para presentar a jóvenes talentos en los Carnavales del Club Victoriano Arenas, de Villa Castellino, Avellaneda. En una noche calurosa de febrero descubrió a un joven de ojos negros, patillas y labios carnosos, vestido con una camisa blanca con cuello a lo Elvis Presley. Era Roberto Sánchez, de Valentín Alsina, pero esa noche se lució como “Sandro”. Nacía su fuerza gitana, que conmovería y haría bailar a generaciones enteras. Sandro recordó aquella noche en que lo presentó Larrea por primera vez en público: “Era bastante gordito, tenía una peinada gardeliana y una voz brillante, vigorosa. Nos hicimos muy amigos”.

De esos años desopilantes recuerdo un 9 de Julio en un Club de Bomberos Voluntarios de Lanús. Sandro siempre llegaba tarde, su representante lo retaba por eso, pero ese día llegó temprano. Lo invitaron a participar de la ceremonia patria. Y allí estaba, con un traje tipo Beatle, preparado para moverse a lo Elvis, cantando el Himno Nacional al lado de un tipo vestido de bombero. No aguanté, me tenté. La cosa terminó en una carcajada general.

Eso los fines de semana. De lunes a viernes volvía a los pasillos de El Mundo. «Me cruzaba con Hilda Bernard, que era la figura de los radioteatros. Ella me decía: ‘Lo voy a hacer debutar en televisión porque usted sale muy bien’. Estaba gordo, pero ella insistía.

Hilda me consiguió un contrato de exclusividad por los años 1963 y 1964 para trabajar en Galería de sorpresas, por Canal 9: un programa de dos horas en donde anunciaba más de cuarenta productos y me mantenían casi permanentemente en cámara. Los conductores eran Carlos D’Agostino e Ignacio de Soroa».

El viernes 23 de agosto de 1963 Larrea se encontró en el canal con su viejo conocido, Sandro. “Roberto iba a hacer un ensayo con Pipo Mancera. Le pregunté qué hacía en el canal: ‘Me vine a tirar un lance’, me aclaró mientras me guiñaba un ojo”, cuenta Larrea.

Al día siguiente, sábado 24, Mancera lo presentó en vivo y en directo con una frase profética: “Estoy seguro de no equivocarme. Ahora debuta en Sábados circulares el futuro gran astro en muy poco tiempo. Señoras, señores, ¡Sandro y los de Fuego!”. Y no, no se equivocó. Sandro hizo una frenética versión de Música de rock & roll, tema de Chuck Berry que habían popularizado los Beatles. Vestía íntegramente de cuero negro frente a una platea de jóvenes con corbata y vestidos formales que deliraba. Se contorsionaba, como poseído por el demonio. Larrea presenció ese momento histórico detrás de cámaras. Cuando fueron al corte Larrea le pronosticó a Mancera: “Che, a este no lo paran ni con bolsas mojadas”.

Sandro era muy talentoso, muy inteligente con su carrera. Cuando empezó a grabar sus primeros discos se enteró de que en los Estados Unidos Ray Charles, aquel pianista y cantante ciego con un swing tremendo, tenía su propio animador. Me lo crucé en un festival de la Nueva Ola en La Falda, Córdoba, y me anticipó: “Voy a poner músicos grosos como Bernardo Baraj, Adalberto Cevasco, que manyan mucho de jazz, ¿no querés ser mi presentador?”. Y estuvimos dos años juntos haciendo varios shows por noche en todo el país. Actuaba en los lugares más espantosos que se pueda imaginar, clubes de mala muerte con mezcla de olores, y nosotros íbamos todos vestiditos por un sastre amigo de Roberto. Había días que teníamos cuatro shows por noche, uno en Ingeniero Budge, otro en Luján, y así. Te la pasabas viajando. Manejaba Luis De Guvea, un músico retirado. Sandro era el copiloto y con Oscar Anderle íbamos atrás. Mientras devorábamos kilómetros y kilómetros, Roberto imitaba a Alberto Morán cantando Pasional. La pasábamos bárbaro. En el auto era un chiste tras otro, con Modart en la noche de fondo.

Modart en la noche era un programa de compañía en la madrugada con pocas palabras, musicalizado exquisitamente por Ricardo Kleinman y conducido por Pedro Aníbal Mansilla, un locutor peruano de una voz muy agradable. Lo escuchaban todos los que se querían enterar de lo que ocurría con la música. Sandro entre ellos. “Una vez Roberto leyó en una revista especializada que Frank Sinatra tenía medias rojas. Una rareza total para la época. Recorrimos todo Buenos Aires buscando un bendito par de medias de ese color. Era muy ocurrente. Le gustaba ir a cenar a la Costanera. Con ese tono gitano que lo caracterizaba decía, después de los shows: ‘Vamos a comer al mar’. ‘Es el río, Roberto’, reía Don Vicente, su padre. ‘Salí del personaje, por favor’, le pedía”. Quizá por una cuestión generacional Larrea se hizo muy amigo del padre. Iba a comer a la casa de Valentín Alsina.

El saxofonista Bernardo Baraj era parte de la banda de Sandro, que en ese momento se llamaba Black Combo: «Tocábamos en muchos clubes o descampados en el medio de la ruta. Nosotros llegábamos antes, armábamos el sonido, preparábamos los instrumentos hasta que llegaba Roberto con Héctor y Anderle. Hacíamos una cortina musical, aparecía Larrea de impecable traje y remataba su parlamento diciendo: “Ahora, con ustedes, un artista legítimo: Sandro”.

En 1967 “El Gitano” comenzó a explorar el perfil de baladista que lo acompañaría durante el resto de su carrera. Probó suerte en el Primer Festival Buenos Aires de la Canción, que se realizó en el Teatro San Martín el 24 de octubre de ese año. Sin expectativas, Sandro eligió Quiero llenarme de ti. Resultó la triunfadora: le ganó por un voto a Canción para una esperanza, de Daniel Toro. Los presentadores de aquel festival fueron Héctor Larrea, Ciro Dante y Rosemarie. “Larrea fue quien anunció que el ganador en una reñida definición había sido Sandro”, afirma la periodista Graciela Guiñazú, biógrafa del astro. Al año siguiente Roberto Sánchez se presentó en el Festival de Viña del Mar. Otro fue su cantar…

En 2014 Larrea, en su programa Una vuelta Nacional, recordó a Sandro junto a Jairo y Palito Ortega, que estaban de invitados. Jairo contó una anécdota que pinta de cuerpo entero a esa camada de estrellas que se hicieron de abajo: “El día que Roberto tiró la campera de cuero a la tribuna fue una revolución para la época. Cuando todo terminó, uno de los músicos de Los de Fuego se acercó a la agraciada que la había atajado y elegantemente le pidió que se la devolviera”. Palito Ortega remató: «¡El presupuesto no daba para tanto! Lo de Sandro fue arrollador. Me acuerdo que yo vendía 300.000 discos; aparecía Roberto y me aclaraba: “’Negro’, vendí 400.000 con Rosa… Rosa”. Había una “competencia”, que también incluía a Leonardo Favio y Leo Dan.

El directivo de la vieja CBS, Hugo Piombi, contó:

Para nuestra compañía fue una época formidable. Teníamos a Sandro, que había vendido 300.000 discos con Rosa… Rosa; Leonardo Favio estaba haciendo desastres: Fuiste mía un verano había vendido 600.000 y el LP, 250.000. También estaban Roberto Carlos y Piero, que con Mi viejo se posicionó muy bien. En RCA, la competencia, aunque lejos de nuestros números globales, empezaba a andar muy bien Palito Ortega. Competía con Sandro, pero su rango estaba más asociado con el de Leo Dan.

El padre de Sandro murió repentinamente de un ataque al corazón en 1968. Larrea lo ayudó económicamente con el velorio y, siempre que pudo, Roberto Sánchez lo agradeció públicamente. Para él fue un gesto imborrable. “Le pude devolver la plata. El favor jamás”, sostuvo el astro. “No sé por qué siempre menciona eso”, se preguntó Larrea en una entrevista realizada por el periodista Mariano del Mazo para su libro Sandro, el fuego eterno.

Podría haber sido un gran músico, tocaba el piano y la guitarra y además era un gran bailarín, un tipo fenomenal; en algunos aspectos tomaba la vida como un juego, no tuvo ambiciones desmedidas, su casa de Banfield era una diversión, estar con Sandro era muy divertido. Le gustó ser lo que fue, se inventó él.

En esa misma época Larrea seguía trabajando en la confitería Cabildo. Un día se le acercó un representante artístico para proponerle presentar a la orquesta de Alfredo Gobbi. “Pensé para mí: ‘Si enmudezco y me pongo pálido, no me va a querer pagar’. Contuve la conmoción interior y dije con seriedad: ‘Sí, claro’. ¡Subir a un escenario con semejante artista, ver sus ensayos! ¡Estaba frente a la verdad del arte popular! Yo era hincha de su padre, Alfredo Eusebio, que fue uno de los ineludibles del primer tango. En mi adolescencia me juntaba con amigos a escuchar discos de Gobbi (hijo); después lo seguía en el Glostora Tango Club. Pero nunca lo había conocido personalmente”. Cuando Larrea le preguntó a Astor Piazzolla qué significaba Alfredo Gobbi, respondió: “El padre de todos nosotros”. Fue contundente. Como músico y como director, Gobbi fue un estilista admirable, artífice de una personalísima modalidad. Sin embargo, por esos años estuvo un tiempo sin trabajo, volvía a los escenarios con su nueva formación, actuaba en el Tigre Club y andaba buscando un presentador.

Alfredo era un tipo encantador, de una mirada noble. De entrada me apartó en un ensayo: “Mire, pibe, usted viene con buenas referencias pero aquí fueron presentadores Roberto González Rivero, Miguel Ángel Merellano, Cacho Fontana… Espero que usted no desentone”, me advirtió cariñosamente. Era un sueño lo que estaba viviendo. Cuando terminé la primera entrada me agarró del brazo: “Bien, pibe”.

Nuevamente las casualidades del destino: la Academia Nacional del Tango le entregó a Larrea, en diciembre de 2019, un reconocimiento que lleva por nombre, ni más ni menos, que “Alfredo Gobbi”:

Al estar en la cocina y ver cómo se armaban esas joyas musicales, evidentemente saqué, sin darme cuenta, elementos que utilicé en mi manera de hacer aire. Es que la radio es sonido y tiene que escucharse como una orquesta. No pueden salir al aire sonidos destemplados. Cuando se enciende la luz roja hay que salir afinado.

Larrea se la pasaba en Antártida, ya que todos los espacios que lo contrataban los tenía que hacer en vivo. Les aclaraba a las autoridades que no quería ser locutor de planta, sino que aspiraba a tener un ciclo propio. “Mi objetivo era El Mundo. La música que pasaba no me gustaba, era todo comercial. Sufría mucho. Siempre quise hacer un programa que me gustara escuchar”.

Los sábados a la noche conducía desde distintos clubes porteños El baile de los novios, por Radio Argentina: “El programa duraba tres horas y se emitía desde exteriores. Hacía falta un tipo que anunciara la milonga que auspiciaba la joyería Gold –vendían alianzas–, en Diagonal Norte y Florida”.

Desde 1962 y hasta 1967, también en Antártida, hacía un programa de la denominada Nueva Ola. Se llamaba Círculo musical. La agencia que lo contrataba se hacía cargo de todo. Pagaba el espacio para difundir a los artistas que se presentaban en distintos bailes en Ciudadela, Villa Tesei y Moreno.

Conocía a los tres dueños de la agencia porque hacía otros trabajos que se emitían en la misma radio y ellos eran dos hermanos operadores de Antártida, los hermanos López y Antonio Martínez, quien se hacía llamar Tonio Marti. Quería pasar por italiano porque trabajaba mucho con los bailes de esa colectividad. Fue Tonio quien me aseveró una gran verdad: “Si querés conseguir trabajo en la radio te tienen que conocer en televisión”. Pensé: “Si la tele no viene a mí tendré que ir a la tele”. De televisión no sabía nada, en casa no había. No tenía cultura televisiva.

La televisión empezó a transmitir en la Argentina el 17 de octubre de 1951 con un discurso de Evita en la Plaza de Mayo, por la pantalla de canal 7. Su director era Jaime Yankelevich, quien llevaba adelante la tarea de organizar el nuevo canal, mientras que el ingeniero Max Koeble se ocupaba de las cuestiones técnicas. El acto recordaba que, seis años antes, el pueblo se había movilizado para pedir la liberación del entonces coronel Perón. Larrea tenía 13 años y, si era difícil comprar una radio, llegar al televisor propio era sencillamente una quimera. “Cuando la televisión llegó al bar del centro de Bragado, la imagen se veía lluviosa. Aunque el día luciera despejado”, rememora Larrea.

El director de cámaras era Enrique Susini, uno de los “Locos de la azotea”. Susini fue nombrado Director Artístico de Canal 7, pero tuvo conflictos con Yankelevich y decidió renunciar.

Si la tele no iba a buscar a Larrea, iría él a buscar su destino en la pantalla. Lo fue a ver a Carlos Illiana, gerente de producción del canal, a quien conocía porque era un viejo operador técnico de Excelsior, donde los jóvenes comenzaron a escuchar Modart en la noche, el programa que Larrea escuchaba con Sandro mientras iban en el auto de una presentación a otra.

Finalmente, a fines de 1966 Héctor Larrea llegó a Canal 13. Estaba excedido de peso y encargó un traje a medida. Se juró a sí mismo hacer una dieta. El ingreso a ese canal fue, otra vez, por esas casualidades del destino. “¿Podés creer que ayer a la tarde Goar Mestre opinó en una reunión de directorio que había que pensar en agregar nuevos animadores?”, le contó Illiana. Goar Mestre había fundado Canal 13 en 1960. Nacido en Cuba, fue uno de los pioneros de la industria audiovisual de América Latina. Canal 13 fue inaugurado el 1° de octubre de 1960 con invitados especiales como Tony Bennett y Chabuca Granda. El locutor que abrió la señal de Río de la Plata Televisión fue Antonio Carrizo. La impronta del canal era ofrecer a sus televidentes programas musicales, comedias y humor. Casino Philips, La familia Falcón y Viendo a Biondi eran los ciclos más vistos.

El 13 había comprado distintas películas para pasar por su pantalla y en el paquete venían fílmicos de artistas de jazz como Louis Armstrong, Lionel Hampton, Ella Fitzgerald. Goar Mestre, para aprovechar esas imágenes, sabía que tenía que darles un marco, convertir esos musicales en un programa de televisión. Le preguntaron a Larrea qué pensaba que había que hacer con ese material. “Pasarlo entero era imposible. Propuse editar canciones puntuales y armar un programa semanal”, dijo, aplicando una lógica radiofónica. Pasar diferentes temas de varios discos, como hacía en la radio. Gustó la idea.

“Norteamérica canta se va a llamar. Usted va a tener que traducir lo que dicen los artistas antes de la actuación”, le aclararon. “No hay problema”, se agrandó Héctor, sin saber una palabra de inglés. Cuenta en el libro Estamos en el aire. Una historia de la televisión argentina:

El productor era Rolando Gardelín. Nos llevamos muy bien porque compartíamos los mismos gustos musicales. Las imágenes duraban cuarenta minutos cada una. Con diez canciones hacíamos un programa; compaginábamos tomando una o dos canciones de cada intérprete. Me había hecho amigo de los de la filmoteca y entonces fui con un grabador y tomaba las partes en inglés. Me iba corriendo a casa de una amiga mía, Chichita Goldstein, que era profesora de inglés y vivía en Saavedra. Ella me lo traducía. Lo aprendía de memoria y después, cuando el artista hablaba, lo empezaba a traducir en simultáneo.

Cuando lo vio el cubano Jorge Ignacio Vaillant, responsable de la programación y mano derecha de Goar Mestre, le auguró un buen tiempo en la empresa. “Me quedé solo con el productor y le pregunté qué me había querido decir, medio desesperado porque no había entendido. Me contestó que le gustó. Nunca estuve con alguien de Cuba y la verdad, seguramente por mis nervios, no entendía lo que me certificó con ese acento tan caribeño”. El piloto quedó como programa uno y fue emitido poco antes de la medianoche del 5 de enero de 1967. Entraba trajeado, y siempre con una sonrisa amplia. El programa duró tres meses pero Larrea ya era parte del canal.

“No endioses el rating porque va y viene”, me afirmó Goar Mestre cuando arranqué. Recuerdo cuando fui por primera vez a Canal 13 a golpear la puerta. Le aseguré que no era mejor que Héctor Coire, Guillermo Cervantes Luro o el “Negro” Brizuela Méndez, y lo desafié: “¿por qué no se juega un tute conmigo?”.

Grababa mucho en la tele y siempre había tiempos muertos. En esas situaciones conversaba con figuras de nuestra cultura, de una manera más cotidiana. Pero para mí eran momentos imborrables. Pude conocer detalles interesantes de la vida de Nelly Omar, por ejemplo. Me contó su romance con Homero Manzi, se puso roja como si fuera una criatura, y era ya una mujer grande. Ella hablaba mucho de Manzi, de su relación de idas y vueltas, andaban un tiempo bien y un tiempo mal. Me contaba cómo ella se enojaba y lo echaba de la casa.

En abril de 1967 lo pusieron a conducir El mundo del espectáculo, donde presentaba con un breve comentario una película. Se hizo conocido, lo empezaban a mirar distinto. Estuvo siete años en Canal 13 y participó de distintos programas.

«En 1969 estaba conduciendo Casino y me pidieron que fuera al Teatro Ópera para presentar a Count Basie. Casi me desmayo. Fue al único tipo al que le pedí una foto. El show se iba a pasar días después. Les avisé a los directivos del canal: ‘Hoy reventamos con el rating’… “Como mucho, 3 puntos. Es un milagro pasar jazz en televisión”, bajaron de un hondazo mis expectativas. Efectivamente, hicimos 3 puntos.

A los tumbos aprendió los secretos de la televisión. “Una vez, Goar Mestre me llamó a su despacho porque me vio que adjetivaba mucho. Lo que ocurrió fue que había olvidado el nombre del artista que estaba presentando y adjetivaba para encontrar en mi mente el nombre. Lo que se dice, estaba ‘estirando’. Goar sabía todo de tevé. Me indicó con su tono caribeño: ‘No adjetive tanto, Larrea, si no qué dirá cuando tenga que presentar a Frank Sinatra’. Así me enseñaban”.

En 1969 se sumó al equipo de La campana de cristal, que en los comienzos conducía Jorge Fontana. Era un ciclo de entretenimientos y desafíos rarísimos. Larrea lo hizo junto a Norberto Longo y tenía de movileros a unos pibes que recién empezaban: Leonardo Simons, Julio Lagos y Fernando Bravo.

“Ese fue un año inolvidable. No solo porque debuté en televisión sino porque desde entonces conservo con Héctor una amistad apoyada en mi admiración profesional y en su enorme estatura humana”, dice Fernando Bravo.

No paraba de crecer en el canal. A comienzos de los setenta le ofrecieron conducir Humor redondo, con Aldo Cammarota, Carlos Garaycochea, Juan Carlos Mesa y Jorge Basurto. Aceptó. “Durante mucho tiempo estuvo prohibido decir Perón. Un día llegó un decreto que habilitaba nombrarlo y Garaycochea abrió el programa: ‘¿Me permite, señor Larrea? Quiero decir algo: ‘Perón’. ‘¿Y qué más?’, le preguntó. ‘Nada, eso’, me respondió. Garaycochea manejaba ese tipo de sutilezas”.

Larrea entrevistó a grandes personalidades del siglo XX en la Argentina. A algunas no las entrevistó, pero las conoció. Es el caso de Juan Domingo Perón. “Hubo un acto en el Obelisco, con artistas, e hice la locución con el Negro Brizuela Méndez, convocados por la Sociedad Argentina de Locutores (SAL). De pronto, veo que avanza una comitiva. Perón abraza al Negro con una efusividad muy cariñosa: ‘¡Cómo le va, qué dice!’. Yo, mudo, al lado. Brizuela le dice, señalándome con la pera: ‘Este es Larrea’. Fueron cinco segundos. Perón contestó: ‘Ah, ya sé, el de la mesa del humor’, en referencia a Humor redondo. Y siguió el General: ‘Me río mucho con ese programa’. Me dio la mano y se fue. Al poco tiempo nos invitaron a la quinta de Olivos y a pesar de mi timidez pude charlar. Y me di cuenta de que… ¡Perón es Perón!”.

La estrategia de Larrea era clara: la televisión era un peldaño para tener mejor posicionamiento en la radio. Quería dejar de presentar música ajena a sus sentimientos. No se equivocó en la táctica. Canal 13 era muy visto y cuando fue a una reunión con el director artístico de El Mundo, Ricardo Amalfitani, supo que su presencia en la pantalla podía facilitar todo. Su idea, al fin, era sencilla: difundir música. Sonaba poco tango, folklore, boleros y jazz. Necesitaba por lo menos dos horas. A Amalfitani le gustó la propuesta pero le aclaró que solo tenía treinta minutos libres, a las 9.30: “Hagámoslo rapidísimo”, propuso Larrea. Lo que tenía pensado hacer en dos horas lo iba a tener que hacer en media. “¡Joder… qué título!”, le comentó el director artístico, y anotó la palabra mágica en una libretita de color rojo: Rapidísimo. Empezaba a escribirse una leyenda en la radiofonía argentina del siglo XX.

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