«El cadáver exquisito» de Aragón Radio ya tiene su final

Aragón Radio

Mª Jesús Pueyo completa el relato que han construído los oyentes del programa ‘El sillón de terciopelo verde’.
En 1925, los surrealistas Robert Desnos, Paul Éluard, André Bretón o Tristan Tzara empleaban la técnica del cadavre exquis o cadáver exquisito. Basado en el juego de mesa ‘Consecuencias’, este sistema permite a partir una palabra o una imagen, generar una composición que cobre sentido.



El vanguardista Nicolás Calas afirmaba que un cadáver exquisito tiene la facultad de revelar la realidad inconsciente del grupo que lo ha creado. Max Ernst observó que el juego funciona como un «barómetro» de los contagios intelectuales dentro de un círculo de creadores.

El podcast literario ‘El sillón de terciopelo verde’ de Aragón Radio que conduce Patricia Esteban Erlés ha construido, programa a programa, un cadáver exquisito con las aportaciones de los oyentes. Ahora y con la colaboración de la Feria del Libro de Zaragoza, es el turno de los lectores.

Relato: ‘Un cadáver exquisito’:
Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí.El meteorito era ya una inconcebible sombra en el cielo que doblaba el tamaño del sol; en diez horas acabaría con todos nosotros. Ante lo inevitable, el tiempo del miedo ya había pasado y me encaminé a su encuentro con una escurridiza pizca de esperanza entre los dedos. No podía evitar mirar detrás de mí esperando no ser el último y estar acompañado en este trágico momento.
El bar de siempre no tenía luz, el neón azul que recorría las letras de su nombre estaba apagado, el cierre anclado a la acera; pero ella esperaba allí, en la esquina, como solía hacer en nuestras citas prohibidas. Apresuré mis pasos y llegué hasta ella. Nos abrazamos (sin escondernos, por vez primera). Y, en unos momentos fatídicos para el resto, me sorprendí sintiendo una felicidad plena. Cruzamos cogidos de la mano el parque de los robles. Junto al quiosco de la música, un predicador de barba rojiza se desgañitaba asustando a unos pocos mendigos con el fin del mundo.

Me llamó la atención su parecido con la imagen que tenemos, al menos que yo tengo, de Van Gogh, lo enérgico de su arenga, y me imaginé por un momento un ejército de miserables queriendo salvar a la humanidad de la hecatombe.
De verdad iba a acabarse el mundo? La sombra del cataclismo nos había otorgado el poder mágico que tanto habíamos deseado: la invisibilidad. Nadie nos miraba, nadie nos señalaba, nadie nos juzgaba. Hasta que aquel extraño hombrecillo de pelo rojo se fijó en nosotros.

—¡Arrepentíos, pecadores! —Nos paralizó su voz—. El final se acerca para las almas de carnes corrompidas por el mal. ¡Sí, conozco vuestro pecado! El Todopoderoso no os dejará morir impunes. ¡Oh, Señor, cóbrate tu tributo! Sangre por sangre, pecadores ¡No hay secretos para nuestro Dios! —Su dedo acusador señalaba nuestro asombro.
Ninguno de los dos respondió y, sin embargo su acusación ensombreció por unos segundos mi felicidad. ¡Sería posible que un ser humano en estas circunstancias fuera capaz de avivar el sufrimiento, convencido de su papel de redención! Sonreímos al pelirrojo y nos alejamos con paso vivo, para no escucharlo más.

Cerca del zoo, racimos de mariposas se alejaban en direcciones aleatorias, abrumando el espacio con torbellinos magenta. Los cuidadores habían dejado abiertas las puertas de las jaulas para que los animales gozaran de su libertad hasta que todo acabase. Un poco más allá, en pie sobre un banco de piedra, un tipo idéntico a Jimmy Hendrix, tocado con un sombrero escarlata, torturaba a una guitarra eléctrica mientras cantaba a voz en grito: así acaba el mundo, así acaba el mundo…

Ella me miró, como si aquella fuera nuestra canción favorita desde siempre, aunque en realidad era la primera vez que la escuchábamos y aquel tipo parecía improvisar la letra y los acordes enloquecidos de su guitarra. Alguien lanzó un aullido y un fogonazo agónico lo iluminó todo, como si alguien pulsara un interruptor maldito. VerLa tierra temblaba bajo nuestros pies como jalea de manzana. El cataclismo había comenzado lejos, tal vez en el mar o en otro continente. Más allá del horizonte, el cielo se teñía por momentos de un sucio gris anaranjado. Ella se cubrió el rostro con las manos cuando sentimos bajar de las alturas una brisa caliente. El hombre del sombrero rojo, a nuestro lado, susurró con el espanto brillándole en los ojos: «es el ángel de la muerte, que acaba de desplegar sus alas».

Y allí estábamos los dos. Juntos habíamos aprendido a sentir, a descubrir la felicidad en nuestros breves momentos de encuentro y a sufrir por las largas ausencias. ¿Era justo acabar así? Ella, adivinando mis pensamientos, tomó mis manos, me obligó a mirarla a los ojos y comprendí. A la vez, mientras nos abrazábamos, pronunciamos la orden final: “Desconexión”. (Mª Jesús Pueyo. Ganadora del concurso organizado en colaboración con la Feria del Libro de Zaragoza).

64528